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Pasteles y poder

Era meramente, hasta que su hermano saltó de panelista de Intratables a Presidente, una mujer que hacía pasteles. Una pastelera que en ocasiones tiraba el tarot.

Después, en poco tiempo, se convirtió en "El Jefe". Nótese el artículo cambiado en torno al género. ¿Por qué no podría haber sido "La Jefa" como sus partidarios llaman a Cristina? Porque, lo sabemos, nunca el lenguaje es inocente. El Jefe opera sobre lo femenino, o mejor lo anula. Karina, El Jefe, es una mujer que debe ser tratada como un hombre pues dispone, de acuerdo a lo que el apodo sugiere, de un liderazgo viril, sin fisuras, y que ya no sólo aparece como el paraguas protector de su hermano, sino que, por esa ascendencia y la categoría de blindada autoridad, es la que manda. Es decir, para decirlo en criollo: "El Jefe" tiene más pelotas que el Presidente.

Pero bueno, hace poco salió una biografía sobre la ex pastelera. Jamás leería un libro sobre "El Jefe" (como tampoco leí Sinceramente), por una cuestión de gusto, o por esa simbiosis entre precariedad y patetismo que exuda el personaje. Son elecciones de lector y también un ostensible rechazo a eso que mostró la pastelera cuando dejó de serlo. (Basta escuchar un par de discursos que dio Karina Milei para sentir la filosa daga de la vergüenza ajena).

Ahora bien, vamos a los bifes. Lo que me llamó la atención -nunca olvidar el rol de escribidor pueblerino- fue la simetría. Es decir, los pasteles. Y no los pasteles en sí, manjar tan llamativo como cualquier otro en el estante de una panadería.

La simetría entre el Allá y el Acá. En el origen Karina vendía los pasteles que ella misma elaboraba. No tengo muchos datos, pero supongo que se las ingeniaba como todo el mundo para ir tirando con lo suyo. Su hermano ya había empezado a hablar con su perro muerto, pulsión sentimental que mantiene hasta la fecha.

En el Acá otro tipo empezó de la misma forma. Famosamente se sabe que Nicola Parasuco, en sus días de infancia, vendía los pasteles que hacía su madre en la cuadra del regimiento. Era pobre de toda pobreza y ese mundo de harina y almíbar que llevaba en una canasta le permitía ayudar a su familia, todos más o menos recién llegados de la Sicilia natal. Vendió pasteles unos cuantos años, hasta que se encontró con la actividad que lo lanzó a la fama. Con la quiniela clandestina levantó un imperio y luego fundó un complejo de golf y un barrio cerrado, como acto automático frente al desprecio que siempre vale recordar funciona en torno a la cancelación: como no lo dejaron entrar al club de golf de la aristocracia del barrio, compró un campo en Don Bosco, un valle que estaba naturalmente escondido del paisaje, y ahí empezó su otra historia, la que todos sabemos.

También Nicola conoció ciertas delicias del poder: fue el único invitado del empresariado local a la fiesta de casamiento de Mauricio Macri, la noche que Macri estuvo a dos milímetros de morir al tragarse el bigote con que imitaba a Freddie Mercury.

Ahora bien, lentamente Nicola está quedando en el pasado. Ya vendió buena parte de su imperio y no sabemos si guarda alguna nostalgia de sus días de niño pastelero.

Respecto a "El Jefe", todavía la historia se está escribiendo. Soy uno de los tantos que se pregunta cómo llegamos hasta acá, pero bueno: hay razones en los desastres pasados, y también hay un gen revelado en buena parte de la sociedad argentina, muy a gusto con la pulsión iconoclasta del relato libertario.

Cada vez que doy la vuelta a la senda del Lago me pregunto sobre la fortaleza invencible de los pasteles. Es lo único que explica el puesto de pasteles exhibido sobre el capó de un auto, pasando el puentecito que nos lleva a la isla. Cada tarde una pareja aguarda al cliente adentro del coche. Cualquiera podría hacerse la pregunta de cajón: ¿a quién esta gente le va a vender un pastel en ese lugar donde uno va para, sobre todo, eliminar grasas, huir de lo dulce, escapar de la tentación infernal de la pastelería y sus muchos afines? La respuesta es que siempre habrá un cliente para lo que uno vende. Eso por un lado. Por el otro, algo debe haber en esa delicia que parece que fue inventada hace 7000 años por los egipcios.

Lo que sí resulta incontestable, es que a veces pasteles y poder funcionan como sinónimos, como dos palabras que se constituyen y que bien podrían ser una, y que concentran en un solo acto el hondo abismo de la pobreza y el efímero panteón de la celebridad.

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