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La estatua de un escritor

Habrá que ver entre los pliegues de la historia cuántas estatuas de escritores fueron demolidas. Sabemos de dictadores varios y de todos los pelajes, pero lo que ocurrió el 23 de marzo en Río Gallegos parece no tener precedentes en la literatura argentina.

Bayer, Osvaldo, un tipo entrañable (como dan fe todos los que tuvieron la suerte de conocerlo) se debe estar riendo. Se cree que era ateo así que no debemos rastrear en el Más Allá el sitio desde donde hoy, en este instante, observa lo que ha ocurrido con la escultura que lo recordaba en el sur del país.

La noticia es que Vialidad Nacional tiró abajo la escultura del escritor que más hizo por la memoria y la justicia en la Patagonia. No hace falta recordar su libro célebre, ni el testimonio que aportó sobre las huelgas obreras de 1921. Por eso mismo en 2023 se erigió su estatua y -vale aclarar- que Bayer nunca fue kirchnerista. Se impone aclararlo frente a la la narrativa del contrarelato libertario: siempre a tono con la provocación como dogma, una topadora tiró abajo la estatua un día antes del Día de la Memoria. Más siniestro imposible.

En sus muchos años de escritor, Bayer fue coherente con sus ideas. En la cercana localidad de Rauch aún lo recuerdan. Hace algo así como quince años lo invitaron a dar una charla al pueblo que debe su nombre al Coronel Rauch, militar nacido en Weinhem y célebre por su empeño en liquidar indios. Cumplió el exterminio con éxito y sin contemplaciones hasta el día que le tocó el vuelto. Lo mató Arbolito, tal el apodo que había recibido el indio Nicasio Maciel, jefe ranquel que el 28 de marzo de 1829 se cargó al militar que había luchado en las guerras napoleónicas y había sido contratado por Rivadavia para que no dejara un solo indio vivo.

Bayer llegó esa noche a Rauch, a la biblioteca donde dio su charla, y de inmediato estalló el escándalo: ante el azoramiento de buena parte de los vecinos, el escritor propuso el cambio de nombre del pueblo, que en adelante debería llamarse Arbolito. La tradición oral, a veces falible, sostiene que Bayer debió retirarse con urgencia del pueblo. Había cometido el peor de los pecados del criollismo tilingo: tocar la figura ilustre del genocida alemán.

Tirar abajo una estatua es uno de los símbolos que se adjudican los vencedores sobre los vencidos. La caída de la escultura funda la derrota final y el principio de un nuevo tiempo. El prólogo del relato. Lástima que los acólitos del esperpento no lean lo mínimo del pasado, como por ejemplo que Bayer, gran amigo de Rodolfo Walsh, jamás estuvo de acuerdo con la lucha armada y se la desaconsejó al propio Walsh en una de las últimas conversaciones que tuvieron, tal como él mismo supo contarlo al momento de recrear aquella historia.

Bayer, un tipo bueno, un ser humano sin dobleces, vivió hasta su muerte ocurrida en 2018 en su casa de Buenos Aires a la que él llamaba "el tugurio", ubicada en la calle Arcos casi esquina Monroe, en el barrio de Belgrano. Era un tugurio de puertas abiertas: cualquiera podía verlo a cualquier hora del día y sin más trámite que golpear su puerta.

Lo ocurrido parece una ridícula vuelta de tuerca de la historia: los brutos no tienen remedio. Y menos los brutos con poder. En nombre del oportunismo libertario tiraron abajo el monumento de un escritor que fue un genuino anarquista libertario. Una vergüenza más pero también un gran homenaje: Bayer, como cualquier escritor que haya enfrentado las peripecias de su oficio, debería vivir este momento como una condecoración, un tributo post mortem. Las estatuas hablan y todos lo sabemos.

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