AGUAFUERTES VOLVER

Mozart en un Cabriolet por la Vuelta al Perro

No puede ser una nota, ni una crónica. El género clavado para este caso es el aguafuerte. De cómo un día, de la nada misma, apareció un ignorado sujeto al volante de su descapotable Cabriolet con la música a todo volumen. La diferencia es que nuestro personaje se pasea por el centro llenando el aire con los nocturnos de Chopin, el "Ave María" de Shubert o la sinfonía más popular de Mozart, la Número 40. Bach también está en su playlist.

Esta suerte de epifanía musical deparó en los febriles mentideros del empedrado al menos dos conjeturas. La primera -que preferimos elegir por el tono épico que conlleva- alude a una solitaria batalla del personaje contra las aberraciones sonoras que han envilecido el centro viejo de la ciudad.

Dicho esto, veamos las adhesiones que nuestro Cid Campeador a bordo del Cabriolet metalizado ya ha cosechado al cierre de este despacho. "Con profunda alegría recibimos vuestra presencia en el centro, plantándole cara a los infames e impunes destrozadores del silencio". Firma el texto: Asociación Pelotas Llenas por los Ruidos Horrendos, que a su vez nuclea a agrupaciones menores pero vívidamente presentes: la Logia Anti Motera Metete los Cortes en el Culo; la Peña Enemigos de los Moto Cumbia; la organización civil El reguetón Es Un Vómito; y la siempre presente Peña El Atraso que observa sus críticas habituales contra todos los efectos provocados por los teléfonos celulares, pidiendo la pena de destierro para todo aquel lugareño que sea captado hablando por el celular a los gritos.

Ahora bien, resulta irrelevante la identidad del Mozart del Cabriolet. Es, como podrían decir parejamente las crónicas de los diarios, un hombre de mediana edad, de gorra, que se pasea preferentemente por la Vuelta al Perro aunque suele extender su recorrido a calles aledañas. El hit que propala es la pieza mayor de Shubert, el "Ave María", y el fuerte anticlimax que arrecia apenas la melodía invade el aire frente al empedrado atónito, produce un automático cambio anímico en los vecinos. Se dice que ayer un conocido Hombre de Dinero, al escuchar esta plegaria compuesta por el pianista austríaco en 1825, cruzó la plaza mayor lagrimeando, entró a la Iglesia Matriz y si hincó frente a la estatua de Jesucristo para luego pedir perdón por sus muchos años de usurero, como si lo tuviera al propio Shubert acogotado con una pila de cheques sin fondo.

También sería una anécdota establecer el porqué de esta aparición sorprendente. En mi novela Lo pendiente una mujer, Felicitas Orbe, natural de Villa Italia, durante la década del noventa de un día para otro -tal como nuestro personaje- se largó a tocar el piano con las ventanas abiertas de su casa. Al caer la noche interpretaba obras clásicas -segunda similitud-, provocando un efecto de bajón anímico entre los vecinos. Un nocturno de Chopin contrastaba severamente con las joditas de Tinelli, y su piano blanco de cola no cesó hasta que ocurrió un hecho que no voy a develar acá (si quieren el libro está en Alfa y Hola). Lo raro era que nadie tenía la menor idea de que Felicitas sabía tocar el piano, como nadie sabía hasta hoy de nuestro Cid Campeador menos sordo que Beethoven, quien atraviesa el centro al volante de su descapotable con la mirada perdida en el horizonte, y provocando una avanzada línea de trinchera contra las abominaciones sonoras ya descritas.

El éxito o el fracaso de su empresa dependerá de dos cuestiones. Una, del volumen de la música, porque ni a Mozart se lo aguantará haciendo temblar los dientes de la gente. Dos, el timming para su aparición: lo que una vez es asombro, dos veces es rutina y tres o más veces es caricatura. Por último, guarda con la decepción. Esto es, que mañana el fulano se nos aparezca vociferando la marca de un shampú o la visita de un circo. No pierda el esplendor, mi estimado.

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