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La calle donde vivimos

Entonces entra una mujer joven a Al Ver Verás, una clienta que debe tener unos cuarenta años o algo menos. Recurre al delibery y pide un pollo con papas. Y da la dirección para que se lo alcancen: calle Holmberg, dice.

Algo de esto venimos hablando en algunas notas: cómo resuena el eco de la memoria en el nombre de una calle. Me pregunto en ese mismísimo momento si esa mujer sabrá quién era Holmberg. Es probable que sí, porque si alguna vez se lo preguntó no tuvo que hacer demasiado para encontrar la respuesta: estaba a la mano de su celular vía la Inteligencia Artificial o Google.

Pero -otra vez la conjunción adversativa aparece, casi intolerable- hay algo que se le habrá escapado, suponiendo que la mujer rastreó el nombre de su calle. Sabrá quién es Holmberg, pero es más difícil que sepa por qué ese apellido ilustra la calle donde vive. La IA le dirá que se trata de Eduardo Holmberg, que fue médico, biólogo, antropólogo y escritor argentino, que nació en 1852 y murió en 1937, que fue una figura destacada de las ciencias argentinas y no mucho más que eso.

Es decir que la IA -ni tampoco Google, si al menos no buscamos referencias mucho más específicas- no nos muestra por qué razón alguna vez el Estado Municipal (los concejales, el intendente) le dieron esa calle que por entonces, cuando se le asignó este tributo, estaba en lo que se llama la periferia de la ciudad, en un descampado lóbrego, cruzando, oblicua, otra calle tristona que se llamaba Vargas (por el ex presidente de Brasil) y que después se llamó directamente Brasil (hoy, dicho coloquialmente) Puerto Madero Brasil. La calle Holmberg, entonces, estaba a pocos metros del destino final del pueblo y de todos sus mortales: el cementerio municipal. El poder lugareño le había dado al escritor y científico argentino un lugar, sí, pero bastante alejado del ejido urbano destinado a los grandes nombres. En fin, eso ya no importa.

La mujer que pidió el pollo y las papas fritas en Al Ver Verás, con sus apenas cuarenta años, como mucho, es una vecina del siglo XXI, previa a la civilización analógica del XX y mucho más distante del ya lejanísimo siglo XIX. Pero por más lejos que esté del Acontecimiento Holmberg -en cuanto a su vívida relación con Tandil- algún día reparará en este detalle: ella vive en la calle del único tipo que habiendo subido tres veces el cerro de la Movediza -entre 1870 y 1900- vaticinó a sus íntimos lo que podía pasar con nuestra Piedra Mágica. Observó con su ojo medular lo que era obvio a simple vista pero no tan obvio para los legos: que en 1848 el rayo que había impactado en el vértice de la Piedra que da al cerro y su escalinata le había arrancado un trozo de granito. Eso no sería nada si no fuera por el efecto que produjo: que en el lugar del impacto la Piedra carecía de masa. Con pavor, Holmberg descubrió que si tres o cuatros tipos se encaramaban a su vértice y la comenzaban a empujar la Piedra se movía. Y que si esa estupidez, la de moverla, se incrementaba habría de producirse un efecto de vaivén o péndulo, tras lo cual la Piedra iba a salirse de su apenas 1 metro de punto de apoyo para en el acto desbarrancarse al vacío, todo esto además acompañado de un fenómeno llamado resonancia mecánica (el que hace temblar los puentes) que ese día, con puntual fatalidad, ocurrió también al momento del derrumbe, tal como se desprende del estudio realizado desde la física y la matemática por el Núcleo de Investigación en Educación en Ciencia y Tecnología -NIECyT- NACT de la Facultad de Ciencias Exactas, dirigido por la Dra. Rita Otero, la Dra. María Pía Gazzola, la Dra. Carolina Llanos y el Dr. Marcelo Arlego.

Ahora bien, Eduardo Holmberg lo sabía y prudentemente lo calló, para no avivar a los idiotas. Tres días después del 29 de febrero de 1912, Holmberg publicó su teoría -la de los impulsos- en la revista Caras y Caretas, y dejó claro lo que cien años después la ciencia iba a corroborar: que manos anónimas, jodiendo, empezaron a mover la Piedra justo en su punto débil hasta que se les fue de las manos, con sus seiscientas toneladas, y tangueramente rodó cuesta abajo para partirse en tres bloques en el impacto con la tierra. Con una sola testigo: Celestina Stipcovic, esposa de Domingo Conti, que lo vio todo desde el segundo piso de la casa de la cantera de la Movediza, mientras le cambiaba los pañales a su bebé de cara a la ventana con vista a la Piedra.

Holmberg lo había vaticinado y de alguna manera la ciudad se lo reconoció. Pero no hay Piedra sin metáfora: todos llevamos una Movediza encima, todos rodamos alguna o varias veces en la vida, y lo bueno, si salimos vivos de la caída, es que nos levantamos y seguimos adelante. Y que no hay réplica de uno mismo ni de nadie, no hay almita triste o feliz que permita la clonación.

Muchas veces la calle donde vivimos expresa algo más que un apellido, y mucho más que un día clave en la historia. Dice también algo de nosotros mismos, de la aventura del vivir, de las peripecias pasadas o futuras, de eso que nos espera durante las oscilaciones de la existencia. Aunque no lo sepamos.

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