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Adolescencia

Lo primero y obvio por incontestable: todos somos hijos de la época que nos tocó. Eso pensé hace un par de años cuando anduve por unas cuantas escuelas dejando un libro y charlando con los pibes.

Entonces va de suyo que los adolescentes de hoy están hechos de la matriz de su tiempo. Ocurre que -al menos para mí- fue una misión imposible lograr trazar una hendija por donde penetrar ese muro blindado por una mezcla de presunta apatía, o más bien desgano, ese monumento a la inacción, esa coraza que les pertenece, y a la que vaya a saber uno cómo las madres y los padres se las ingenian (los que aún no tiraron la toalla) para lograr comunicarse.

Es la generación de seda, posterior a la generación de cristal. Sea cual sea su tipificación, siguen siendo en esencia eso, lo que alguna vez fuimos todos: adolescentes. Y tal vez, si rascamos el fondo de la olla de la memoria, encontremos ahí algo de lo que nosotros también fuimos. Pero con otro lenguaje. Y, también, con otros padres.

Todo esto viene a cuento porque en estos días vi en Netflix una gran serie: "Adolescentes". Cruda, dura, muy bien hecha. Casi cine. Y no digo más nada para no arruinarles el programa a las que aún no la vieron (cuando pasa esto siempre me acuerdo del chiste del infame que a la salida del Cine Avenida, cuando la función era en continuado y afuera estaban esperando los espectadores que minutos después verían la película, anunció a viva voz que el asesino era el mayordomo). Bueno, ese es un chiste de época. Hoy no funciona. Así son las cosas en el tiempo del vértigo constante, del cambio permanente. Nada dura mucho, salvo, creo, la adolescencia, etapa que dicen que se ha prolongado algo más de la que nosotros conocimos.

El Gran Cambio, el de la revolución tecnológica que se apropia de la cabeza del sujeto, que nos controla y nos abduce, ha creado en los adolescentes un nuevo ideolecto: el Emoji. Bueno, en los adolescentes y en muchos adultos también. Ese lenguaje es la cifra de su idioma, a sabiendas de que si algo hace el emoji es reducir la lengua, no ya simplificándola sino creándole un nuevo y previsible significante. El emoji expresa como nadie a la generación de seda. Es más fácil buscar un criptograma -el jeroglífico de la posmodernidad- que escribir, que usar las letras, lo básico del lenguaje, el sujeto, el verbo, el predicado. O también combinarlos, como si el lenguaje por sí mismo no alcanzara hay que ponerle una carita con una sonrisa y tres corazones, cosa que todos hacemos por la inercia del objeto que se prendió en nuestra mano.

Pero no es la distancia abismal que se tiende entre los padres y sus hijos adolescentes lo realmente nuevo de este tiempo. Habrá excepciones, pero en mi generación uno no hablaba mucho -digamos que poco y nada- con sus padres. No es ese el punto. El hondo pozo donde habita la generación de seda está cavado con la pala de la apatía, de la ajenidad, de una zona irreductible de mismidad a la que no hay cómo entrarle, como si esos chicos carecieran de pulsión, del motor de la vida justo a esa edad donde todo es vida, son hormonas revueltas, es pasión en estado puro.

"¿Ustedes están vivos?", les pregunté a los chicos de una escuela secundaria, después de hablar unos veinte minutos de libros, de literatura, y sentir que ellos habían estado ahí contemplando con una parálisis gélida al invitado charlador. "Sí, estamos vivos y te estamos escuchando a nuestra manera", me dijo una chica y por primera vez sentí que algo, una chispa, la milésima de un relámpago, les cruzaba las caras. Hice algunos chistes locales y se rieron, y recién a la media hora estábamos como para empezar a cambiar figuritas.

Entonces la docente me dijo esta frase que para mí es fatal, como lo es el lenguaje inclusivo y tantas otras cuestiones de esta época, de esta juventud, de esta adolescencia, de esta cosmovisión política y social en la que vivimos: "Son así, te escuchan aunque te parezca que no lo hacen. Y muchas veces hay que motivarlos, buscar disparadores...". Es fatal si la contrasto con mi adolescencia donde había un disparador natural, el conflicto contra lo instituido, pero esa no puede ser la vara de la medida. La serie "Adolescencia" demuestra algo que podría funcionar como epitafio en la tumba de cualquier padre o madre: la mayoría de los padres hicimos lo que pudimos. Y casi todos pudimos criar a nuestros hijos un poco mejor. Y también están los otros, los que no hicieron lo que pudieron sino lo que quisieron, los que no se hacen cargo, y buscan en la escuela, en la calle, en donde sea, al culpable de su propia irresponsabilidad.

Con la generación de seda el asunto es mucho más difícil: hay que identificar su código de acceso, su intimidad encriptada, por lo cual el trabajo de criar un adolescente se parece a una batalla titánica no sólo contra esa etapa crucial de la vida, donde todo duele el doble, sino contra el propio sistema, contra el Capitalismo Universal y el Yoismo Instagram, empezando por la criatura con que lograron cooptar a la humanidad entera: el telefonito celular.

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