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A veces me preguntan cómo se sostiene un sitio web como éste, hecho sólo de historias, de cositas que se escriben al pie de página. Cómo se lo sostiene, digo, en términos de vitalidad narrativa. Estar, como decía Plinio El Viejo, ni un día sin escribir. O, a lo sumo, dos, tres días en blanco.
Y luego volver.
Hoy es lunes. El blanco empezó el viernes cuando escribí y publiqué la última nota. "Ah, caramba", la frase con que Borges usaba como respuesta latiguillo que le permitía salir airoso de cualquier circunstancia.
En medio de todo eso llegó Bahía Blanca y su tragedia. Ese mismo viernes cumplí con el ritual de comprarme un libro. Como no podía ser de otra manera, Samanta Schweblin escribió un libro de cuentos terrible, perfectos en su estructura, en el tono, en la creciente inquietud que despiertan, en la originalidad de sus historias. El buen mal, se llama.
Fui al City Bar, busqué una mesa de afuera y agradecí la soledad. Nadie hablando por teléfono a los gritos, nadie fumando, nadie escuchando audios con el altavoz. Así que pedí un cortado y empecé a leer. Un minuto después una mujer que pasaba por la vereda se detuvo a medias, es decir para preguntarme algo y seguir camino. Se detuvo y dijo:
-¿Vos no te acordás de mí, no?
La miré y le dije que sí, que por supuesto me acordaba de ella perfectamente. Toda mujer que alguna vez fue muy bella tiene ese resto natural: después de los sesenta un destello furtivo de belleza todavía la acompaña.
Ella tenía buena memoria: hace cuarenta años la madre de mi hijo le había dado la teta a su bebé. El padre de ese bebé era Horacio, un amigo de la juventud. No un amigo-amigo, como lo fueron otros, pero sí alguien con quien uno había charlado mucho, un tipo querible que a sus veinte había sido ferroviario. Manejaba una locomotora de Tandil a Constitución en los años donde todos tocábamos la guitarra, escribíamos poesía y nos estábamos yendo o volviendo de alguna parte.
-¿Sabés que Horacio está muy enfermo? -me dijo.
Le dije que no, que no lo sabía. De aquel vínculo había quedado un afecto en común. Horacio era un lector al que de vez en cuando cruzaba en la calle. Siempre había un chiste en el medio, y esa era la forma de saber que estábamos presentes. Charlábamos un rato y así se nos había ido la vida. Él ya no era ferroviario, yo ya no quería ser poeta. Nuestros hijos habían crecido, y el tiempo se nos había evaporado de la noche a la mañana. El tiempo, un soplo.
Percibí en ella la resaca de una tristeza fuerte, insondable, y un callado rencor que no la abandonaba. Hay amores que son así, que duelen para toda la vida.
Hoy, temprano, me enteré que Horacio se había muerto. Ahora que ya no pasan los trenes prefiero recordarlo así, como el ferroviario de la canción de Jairo. Con esa locura, con esa pasión que corría por las vías de nuestra juventud.
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