Historias VOLVER
En 1973 fue emplazado el Monumento al Gaucho. La escultura formó parte de los actos conmemorativos del 150º aniversario de Tandil. La realizó el escultor Carlos Allende y su sitio original fue el vértice de la Avenida Espora y la ruta nacional 226. En ese entonces la rotonda todavía era una víspera.
El acto oficial no tuvo sobresaltos, pero en la madrugada previa a la inauguración del monumento ocurrieron dos hechos que la historia oficial nunca registró. El primero sucedió a las 4 de la mañana, cuando el Monumento al Gaucho ya había sido situado en el lugar y un gran lienzo blanco lo cubría enteramente. Dos vecinos bajo el reparo del crepúsculo llegaron a bordo de una moto Gilera. Uno prestó los servicios de campana. El otro trepó ágilmente sobre el caballo, se encaramó a la estatua y logró pasar por la cabeza del gaucho una camiseta de Boca Juniors. Cuando terminó la faena volvió a cubrir la escultura. Luego a ambos se los tragó la noche.
Nunca sospecharon que alguien a treinta metros de distancia había estado observando toda la escena. Lo hizo desde un sitio al que se conocía desde mucho antes como "el pozo", un hueco de tierra que se rellenó y que estaba al lado de un viejo edificio donde se iba a fundar la estación de servicio que la tradición oral bautizó con el nombre de La Rotonda de Tandil. Cuando la Gilera se disolvió por Espora hacia la ciudad, el hombre cruzó la ruta y se acercó al monumento. Miró hacia arriba, apartó el lienzo y vio al gaucho ultrajado. En ese mismo instante decidió arruinar lo que cuatro horas después hubiera sido el gag más formidable ocurrido en un acto oficial: subió al caballo y arrancó de a jirones la camiseta xeneize.
Jamás se supo quién fue el hombre que destruyó lo que habría sido uno de los más grandes momentos de la picaresca tandilense.
Nos privó de apreciar los caricaturizados fastos del poder, el inconmovible conservadurismo de la tradición, la violentada ritualidad de los actos públicos a favor del grotesco, el estupor del público presente, el gesto desencajado del comisionado Carlos Pina, el disgusto del escultor Allende, los ojos desorbitados de los gauchos de a caballo flanqueando el monumento, tal vez alguna carcajada incontrolable entre murmullos y toses fingidas.
En fin, todo ese deslumbrante espectáculo de lo imprevisto que hubiera puesto bruscamente de sombrero a la realidad, ese momento único que iba a ocurrir cuando bajo los sones del Himno Nacional Argentino ejecutado por la Banda de Música Municipal y tras el corte de las cintas celestes y blancas la mano de un funcionario de ceremonial retirara el lienzo a los ojos de los presentes y de las generaciones del porvenir, para que en el acto apareciera como un fulgor de ridícula belleza el gaucho boquense, todo ello no pudo ser y durante 45 años aquel sujeto invisible que lo impidió no tuvo nombre, ni rostro, ni historia.
Hasta que una mañana conté en la radio este relato que tenía la matriz propia de una leyenda urbana. Al rato un oyente pidió hablar conmigo por línea privada. Cuando fui a la tanda apareció del otro lado del teléfono una voz gruesa, pastosa, voz de viejo además. "Fui yo", me dijo. Le dije que no le creía. Me dio una dirección detrás de la ruta. Era una casita humilde hecha con los planchones de Verellén.
Vivía solo y era, en efecto, un hombre viejo. En la mesa estaban el mate y la pava. Me habló de aquella noche, del insomnio incurable, de su trabajo de peón golondrina, del cielo estrellado, de los tipos llegando en moto y subiéndose al monumento. Recién entonces miré la pared y vi el banderín de River y el poster de Labruna. El hombre se levantó y fue hasta la pieza. Volvió con una vieja caja de zapatos Salzano. La abrió: adentro vi los retazos de tela, los jirones del escudo con las estrellas, los colores que a pesar del tiempo y el cautiverio todavía conservaban el sagrado fulgor azul y oro.
APORTA TU PENSAMIENTO
Los comentarios publicados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de sanciones legales.