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Un par de espectadores salen del Teatro del Fuerte y comentan esto: "Estuvo bien, pero si comparás con....". Y no. No hay punto de comparación posible cuando está el nombre de René Lavand -el nombre y no sólo eso: toda su extraordinaria finura de artista- flotando en el aire del teatro, irrumpiendo en medio del espectáculo, como un ojo panóptico que lo ve todo y embruja a todos.
Entonces, el "Tandil Ilusiona" (Recordando a René Lavand), a sala llena, es decir con 500 almas llevadas por el aura del gran maestro a diez años de su muerte, les propone a los artistas que siguen tras la cola de su cometa eterno cómo seguir adelante sin él.
No es nada fácil. Para empezar hay que sostener un credo de fe en el oficio. René detestaba que lo llamaran mago. Era ilusionista y era el mejor no sólo porque lo hacía con una sola mano (¿habría hecho lo mismo con las dos?) sino porque había logrado una extraordinaria alquimia de precisión técnica con belleza narrativa. Eso se llama tener un estilo. En literatura, eso es Faulkner, Cortázar, Saer, Borges, Arlt y Onetti.
Pregunta fatal: ¿se puede escribir después de semejantes nombres? Respuesta del escritor Guillermo Martínez en un seminario que cursé con él: "Hay que escribir contra lo ya escrito". Se puede escribir y lo que hay que tener en claro es que se hará lo que se pueda. Y que a la hora de sentarse a escribir hay que tomar distancia de esas lecturas.
Algo así les toca a los que van tras los pasos de René, es decir trazar su propio camino. Hay señales de que nada viene de golpe, que todo, incluso en el arte, se construye. Sobran los videos de René Lavand de joven, en los inicios y hasta buena parte de su lograda carrera, trabajando la edificación de su estilo. Lavand no es el mismo en el ascenso de los 40 que en la cima de los 60. Cuando decía que iba a trabajar a su laboratorio en Milagro Verde, estaba puliendo el diamante perfecto, pero era perfecto porque lo había esculpido con denodado esfuerzo, con talento para copiar una cosita aquí y otra allá (sus célebres citas de no menos célebres autores, que citaba aclarando que él no era un intelectual), cuando elegía cómo decir un texto, cómo imponer los matices de su voz, y cuando aprendió -lección fundante y elemental- cómo encarar al público desde la parada, como el torero, firme, elegante, erguido, mirando a la gente, dispuesto a eso que hace un artista de verdad: matar o morir en el escenario.
René trabajó la categoría de la ilusión (tenía hasta una fórmula con que la elaboraba) porque creía profundamente en los procesos de su arte. Era un artista 24x24, con una gran exigencia para consigo mismo. Cuento esto a modo de ejemplo. Una vez me pidió si lo acompañaba a dar una vuelta en su Audi. Cuando arrancó puso un CD y me invitó a escuchar, enterita, la grabación de "La guitarra de los gauchos", donde le había puesto voz a los poemas de Lauro Viana, acompañado de un fondo musical de guitarras. Si eran once temas, diez tenían a la guitarra como fondo de René. "¿Y? ¿Qué te parece?", me preguntó, ansioso cuando llegamos al final. Le dije que estaba fantástico, con un solo desentone. Paró el auto de inmediato, me miró a fondo, intrigado pero también con cierto temor, y me preguntó qué era. "Ese piano, René, ese piano en uno de los versos es un anticlimax". Saltó del asiento y dijo: "¡Carajo! ¡Era eso lo que me sonaba mal!". Lo había intuido al escucharlo antes, había intuido ese mínimo desenfoque musical, porque "La guitarra de los gauchos" no admitía otro instrumento que no fuera la guitarra criolla. El malhumor le duró un rato, luego fuimos a tomar un café, él ya estaba en el final del camino y no le encontraba la vuelta al bajón -precisamente- de tener que bajarse del escenario.
-Hay que irse a tiempo -me dijo-. Pero es fácil decirlo y muy difícil hacerlo.
Tenía razón, tanta razón que algunos pocos años después de su muerte me enteré cómo había sido su última función. Fue en el club social de un pueblo fantasma llamado Estación López, con un auditorio repleto de paisanos borrachos que no le dieron bola, los nervios que lo traicionaron, los trucos con la baraja que le quedaron al descubierto, y el regreso amargo a Tandil, convencido de que por fin había llegado al final del camino.
Ciertos discípulos de René Lavand -como de cualquier gran artista- tienen todo el futuro por delante: buscar su propia voz, alejarse un poco del magnetismo tentador de su carisma, y tener muy en claro las dos categorías del oficio: magia o ilusionismo. En cualquiera de estas direcciones, tan válida una como la otra, del otro lado siempre habrá alguien dispuesto para el mayor premio de la especialidad: el gesto del asombro por parte del público.
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