Historias VOLVER
Un lector, a propósito de la última nota, me hace saber de una transición -como tantas otras- por la que debimos atravesar a lo largo del tiempo. La evocación viene con factura: "Usted se burló de eso, o mejor dicho, de mí", dice pero no hay rencor ni disgusto.
Le pido que me recuerde el tema. No suelo recordar lo que escribo después de las cuarenta y ocho horas. "Me imagino", dice sin aflojar la sonrisa, aunque en ese rasgo de cordialidad subyace, aún, tenue pero vivo, cierto matiz irónico.
El hombre que, como se dice, ya peina canas, me lleva hacia el fondo del aljibe donde yace, planchado, el siglo veinte, mediados o finales de la década del 90. Sigo sin tener la menor idea de lo que me está hablando.
"Fue un día terrible para los cajeros de los bancos", detalla. Y ahí empiezo a entender. Habla de una de las transiciones que tuvo lo suyo: la del cajero de carne y hueso de los bancos de la ciudad al cajero automático.
Lentamente me voy acordando del chiste. No me burlé, pero la historia es así: en esos días el Banco Francés y el Banco Río se disputaban por ser los primeros en contar con ese sucucho con puerta de vidrio que entonces era desconocido por los clientes. Había llegado el cajero sin alma a Macondo. La contienda se resolvió a favor del Francés. Gachi Ferrari ya debería ser su gerente, ahora que lo imagino cerca de la jubilación.
Pero la escena que conté sucedió poco tiempo después en el Provincia, sobre calle Pinto. Me acuerdo el episodio. Una larga fila de gente esperando su turno, esperando acceder a la gran novedad de la tecnología. "Yo fui el primero en entrar al cajero automático del Provincia", dice y se ríe. "Y fue cierto lo que usted contó: entré sin ningún problema, pero me quedé encerrado. No sabía cómo había que hacer para salir y la gente empezó a chiflar. Yo me había quedado encerrado como si estuviera adentro de una nave espacial".
Nos reímos. Le recuerdo lo que sería la transición de la transición. En ese mismo lugar donde está el cajero automático del Banco Provincia, a principios del siglo veinte atendía el Barbero Sacamuelas, la "odontología" antes de la anestesia. Al pobre diablo que entraba a que le extrajeran un diente lo agarraban entre dos ayudantes mientras el Barbero ataba la muela jodida con un alambre finito que tendía hasta el picaporte de la puerta. Luego venía el tirón asesino del picaporte, la puerta que se abría violentamente y la muela que salía volando. El Barbero ponía un trapo ensangrentado en la puerta, colgado de un gancho, para que los vecinos cruzaran de vereda. Los gritos de dolor del pobre desgraciado se escuchaban hasta la plaza. Fue la transición del barbero al dentista, hermosa historia que me contó mi abuela Asiba Musa.
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