Historias VOLVER
La muletilla pertenece al lugar común del lenguaje. O, mejor dicho, del no-lenguaje. Se escucha a menudo, sobre todo cuando ocurre un evento que, supuestamente, deja al otro sin habla. O, por lo menos, sin registro oral.
Y dice: "No tengo palabras".
O su variante: "Me dejaste sin palabras".
O para declarar la inexistencia del stock: "No hay palabras". Como si se dijera no hay más latas de garbanzos, no hay lechuga, no hay alita de pollo.
Es raro. Pensemos en esta cifra: 70.000 palabras dispone el lenguaje castellano, pero -a veces por comodidad, a veces porque las palabras justas no aparecen, y a veces porque es así, porque no hay palabras-, esta forma verbal ya está incorporada a las locuciones cotidianas.
Estamos en enero, en una ciudad rara, con medio mundo de vacaciones, con un turismo que más que golondrina parece tener la vida de una mariposa (brevísima estadía en nuestro espacio, un fulminante toco y me voy). Todo parece más lento y la siesta más que nunca cae a plomo sobre el valle. La mortífera siesta del verano que detiene la oscilación de los planetas.
Estamos entrando a la ya casi cerrada Galería Italia, de próxima demolición.
Se han ido todos o casi todos los inquilinos.
Quedan algunos rezagados. La pilchería que aparece sobre Pinto, la lencería sobre 9 de Julio, los To Go de Claudio y Lorand. Y en el vértice, allá, en la esquina que ahora se vislumbra sombría, como cada cosa que está a punto de ser devorada por el presente o ya deglutida en el pasado, en esa esquina de la ruinosa galería, está el mundo de Leo Vecino.
Se llama desde siempre "El rinconcito". Vende, desde hace veintiocho años, cosas para el hincha. Gorras, banderas, camisetas, todo el cotillón futbolero que picó en punta en el rubro.
En las últimas horas Vecino no está. Su esposa atiende también a los últimos clientes.
Un hombre mayor, de elegante bastón, que viene por Pinto se zambulle en la Galería. Va a ser una de las últimas veces que corte por el interior (tal vez la única razón por la cual la Galería funcionó durante tanto tiempo, por disponer de entrada y salida del módico laberinto). El atajo siempre produjo la ilusión óptica (o no) de que se le ganaba tiempo al recorrido de esa esquina por afuera.
El tipo se detiene frente al local. Lee en el vidrio el nombre de fantasía. El rinconcito se está yendo y él se queda parado, inmóvil, frente al local, como un deudo que se detiene frente al cajón.
Entonces dice lo que suele decirse también de cara a la muerte irreversible.
"No hay palabras", dice, para sí mismo, para su memoria, y lo dice en voz baja pero igual su voz trepida en el silencio glaciar de la galería.
Y después se va, y se escucha bajo sus pies el eco leve del bastón deslizándose contra el piso, y él también, aunque no le guste tanto, aunque le guste más la ciudad del siglo pasado que la que hoy tenemos, aunque le quede poco hilo en el carretel, marcha hacia el porvenir, hacia el futuro, hacia las próximas palabras.
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