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Anteo, Hércules y el 2025

Fue ayer pero a mí me gusta narrar en presente continuo, esa forma verbal que permite que la narración ocurra ahora. Entonces, es ahora, son las diez menos diez de la mañana, estoy detenido en la puerta de la oficina de Correo Argentino, voy a enviar un libro a Buenos Aires, y soy el primero de una larga cola, a la espera de que empiece la atención.

Entonces, por el Ideal (cada vez más cerca de la mesa que ya elegí para leer con la ventana mirando a la plaza), por la esquina, lento, por el centro de la vereda, habiendo cruzado Rodríguez y yendo hacia 9 de Julio, aparece el hombre del andador.

Avanza con una cuidadosa firmeza, va como remando sobre un barquito precario en aguas conocidas, muy conocidas por él, pero no por eso mismo, de acuerdo a su nueva condición, la de ser un hombre que ha proyectado toda la fe de sus brazos y sus manos y el peso de su espalda sobre el artefacto que le permite navegar, se va a permitir un descuido que le signifique un tropiezo.

Pablo Pasty debe haber cruzado los ochenta años. Lo conoce, calculo, la mitad más uno de los sobrevivientes de la civilización perdida, la que he dado en llamar el Tandil de los años felices.

Pablo es el último personaje de ese siglo, el veinte, el último que conoce cada metro cuadrado de las calles por donde ahora, debido a un golpe y a una quebradura, camina. No lo hace de vez en cuando. Lo hace a diario. Cualquiera que ande por el centro lo cruzará aferrado al andador. Supongo, cuando pasa frente al Correo Argentino, para dónde va: el bar Golden lo espera. Una mesa, o dos o tres, porque Pasty es ante todo un hombre que todavía mantiene la delicadeza de la conversación (en este mundo horrible donde la humanidad se ha dejado abducir por las pantallitas); y no sólo conversa, sino que además cuenta historias.

Lo conocí así: un día de hace más de veinte años me paró en la calle y me dijo que me tenía que contar la historia de tres amigos, los tres mosqueteros, que en los años setenta iban a Mar del Plata en taxi a jugar al Casino. Me la contó y yo la dejé impresa en uno de mis primeros libros. Era una historia buenísima, pero ahora estamos en otra cosa.

Se va el año y Pablo Pasty ya debe estar por llegar a la otra esquina. Alguien seguramente ayudará a que el hombre del andador cruce la calle sin sofocos.

Entonces pienso en esa actitud, en esa vitalidad en pleno de otoño de la vida, en ese no dejarse doblegar ni por los golpes ni por el magro sueldo de la jubilación, ni por la cadera rota que lo dejó en falsa escuadra. Escuchamos (y a veces damos) tantas excusas para justificar la inacción, tantas banalidades sobre el sentido de la vida, tantas formas de deserción, de renuncia, de cobardía frente a lo que nos toca, que hoy, ahora mientras escribo esta nota -entre el año que se va y el que llega-, porque me gusta que algo se vaya y que algo nuevo venga y me encuentre escribiendo (puesto que a eso yo llamo vivir en estado de escritura), pienso en Pablo Ernesto Pasty, rematador, hincha de River, dueño de la mayor colección de las tapas de la revista El Gráfico que se tenga memoria, a los ochenta y pico, como Hércules cuando doblega a Anteo, uno de los relatos mitológicos que más me gustan. Repasemos el mito: Anteo, ese luchador invencible al que nadie podía ganarle, y al que sólo Hércules pudo imponerse en la pelea cuando lo levantó por el aire, y así lo sostuvo, sin que los pies del otro pudieran tocar el suelo, desconectándolo de la energía cósmica que el gladiador tenía con su tierra y que lo hacía imbatible. Sin los pies tocando su tierra, Anteo perdió.

Pasty es la personificación del mito doble: el de Anteo y el del Hércules lugareño. Con esa actitud, a pesar de los golpes y las pérdidas y las desolaciones, le abro la puerta al 2025. Con ese ejemplo de cómo seguir viviendo, el andador mágico de Pablo, y las mañanas que lo vemos arriba de su barquito, solitario, libre, feliz.

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