Historias VOLVER
Estaba pensando con qué nota cerrar el año cuando desde la ventana del lugar donde escribo lo vi subir, al humo, abundante, negro, sólido, ese humo denso que imbricándose en el cielo iba difuminando el celeste y el blanco, y le anunciaba a los que todavía no lo sabían, la mayoría, lo peor.
Era un humo de mal agüero, por llamarlo así. Y al rato, en el fulminante boca a boca, se supo dónde venía y se pensó lo peor, precisamente por su origen: el incendio en una papelera es como un paciente terminal en coma 4.
Entonces pensé en Oscar Menchon, ese 28 de diciembre, en el Día de los Inocentes, donde le cayó como una maldición una de las peores bromas que te pueden hacer, la que no tiene remedio, justo a una edad donde ya no se está para esas amarguras, una edad donde lo que se ha podido lograr tan arduamente se conserva (porque este país nunca te la hace fácil) y el disfrute está por otro lado, por los nietos, algún viaje, tener la salud más o menos en orden, esas cosas.
Pero no. Encima el fuego no tiene el efecto que producen otras formas de pérdidas, de arrebatos. Porque si te fundís, o si vendes el fondo de comercio (y siempre vender algo de muchos años lleva un duelo), o si te retiras, en fin, cualquier otra cosa, es más benévola en su impacto. El fuego no. El fuego devasta y lo que queda es el espanto desolador de la tierra arrasada. Cuando cierta prensa local tan afecta al léxico tecnocrático habla del "foco ígneo" (una expresión horrenda), en esa búsqueda del sinónimo para su nota de apuro, erra groseramente en la comprensión de lo que ha pasado: no es un foco ígneo, es el fuego. Es la chispa microscópica letal donde empieza todo.
Debe haber tenido Oscar esa expresión de abatamiento fatal que vi en otras caras durante otros fuegos: la del recordado don Demetrio Brutti, a mediados de los 90, el día que se le quemó la bicicletería: "Dios me lo dio, Dios me lo quitó", dijo mientras caminaba entre las cenizas del mundo que había creado en su negocio de la Avenida España. Era tan creyente Demetrio que puso en manos de Dios eso que otros que carecen de fe no saben a qué atribuir, ni siquiera en la categoría de la fatalidad. Vi también esa cara devorada por la amargura en el viejo Montejo cuando se le incendió la gomería, con la increíble mala suerte de que los bomberos, por única vez en su historia, ese día estaban de huelga.
Hay cosas que ningún seguro devuelve, no porque no quiera, sino porque pertenecen al orden de lo intangible, eso que el fuego también se lleva, por ejemplo el tiempo -inmedible, irrecuperable, ineluctable-, el tiempo del esfuerzo, el depósito del sacrificio, la memoria viva del lugar, hecha de voces, de recuerdos, de momentos que hacen al tesoro de lo cotidiano donde se pasan tantas horas de una vida, de instantes de pequeñas, domésticas felicidades. Nadie te devuelve esa dicha ahora pulverizada en cenizas.
Cuando se hizo de noche y todavía los hombres estaban peleando contra una de las más ancestrales reacciones químicas, tan contradictoria en sí misma, pues representa la acción fecundante e iluminadora pero también la que quema y destruye, el fuego que te arropa, que cocina la comida, que entibia el hogar del mismo modo que calcina hasta el último centímetro de tu ilusión, cuando se hizo la noche, decía, alguien sacó una foto con una escena también conmovedora: la de los bomberos agotados, tirados en la vereda, tras largas horas de batalla y de ponerle el cuerpo al peligro, con sueldos magros en tanto servidores públicos hechos de una heroicidad anónima y no siempre correspondida. En esa imagen habitaba la cifra de lo perdido pero también el sentido de la lucha que los constituye.
Hoy es domingo, el año se termina y después que pase la amargura, entre los vestigios de los papeles quemados, Oscar tendrá que escribir esas pocas palabras que ponen en marcha el motor de la vida y reinician la historia: habrá que volver a empezar.
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