Veo un adolescente con una pinta tremenda cruzando la plaza. Es un egresado, diecisiete años, traje, zapatillas, un egresado de este tiempo. Añoro esa juventud, ese aire de belleza que parece eterna.

Y como para que ningún detalle le quede desacomodado (el pibe va hacia el Palacio Municipal, a hacerse la foto con sus compañeros y sus compañeras, todas chicas que lucen unos vestidos muy elegantes), al cruzarlo advierto que tiene la tira de la corbata torcida y el nudo mal hecho. Entonces se lo digo, de buen modo, riéndome: "El nudo está mal y la corbata muy corta".

El pibe se frena y con toda su frescura me dice: "¿Me ayuda? Nunca sé bien cómo hacerlo". Lo ayudo: diez años en el Colegio San José es un entrenamiento infalible para el correcto uso de la corbata. Y mientras se la emparejo para con el doblez darle armonía al nudo le digo: "Pero además es una de las enseñanzas de nuestros padres que quedan para siempre en los varones: la primera afeitada y el nudo de la corbata".

Lo digo y me arrepiento en el acto. "Claro, pero yo no tengo viejo", dice el pibe y toma su celular, pone la cámara invertida y observa que el nudo le ha quedado impecable.

Intento disimular mi propio nudo, el de la garganta. Recuerdo entonces el verso de Discépolo: "Padre, si vos lo viviste yo lo soñé".

El pibe me agradece, me da la mano y sigue hacia su camino: en minutos estará congelando su juventud en la fotografía de egresado con el Palacio Municipal iluminado detrás.