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Entonces, en el último día del taller de escritura que hice para los tres sextos grado del Colegio San Ignacio, dibujo en el pizarrón un círculo, sólo un círculo, y les pido a los chicos que hagan memoria: hace ocho meses, en la primera clase, hablamos de ese círculo, donde comenzó esta historia.
Ahora es diciembre y en el aire del aula se siente la fatiga del fin de año. Hay algunos faltazos, hay un final de ciclo que cierra una etapa -la infancia, cierre del que ellos aún no son totalmente conscientes, aunque lo presientan- y avanzan hacia el océano incierto de la adolescencia. Tienen 12 años, los que tuvimos nosotros allá lejos y hace tiempo, cuando el séptimo grado también aparecía como una frontera. Algo se iba para siempre, y diciembre, lo sabemos, es el mes de las despedidas.
El círculo aún sigue en el pizarrón. Les pido a los chicos que se enfoquen en él y que luego me digan qué podría ser ese círculo, qué cosa podría ser eso, según han empezado a imaginar (porque de eso se trata la escritura) que por ahora es meramente una esfera de tiza.
De inmediato empiezan las conjeturas que produce el mecanismo de la ficción, el cual trabaja como un motorcito alegre en sus cerebros. Un alfajor, dice Triny. Una pelota, dice Sara. Una medalla, dice Facundo. Un hoyo, dice Ofelia. Y más: una moneda, una estrella, un planeta, el sol, un vacío, una naranja, un anillo.
Cuando cada uno terminó de apuntar su hipótesis creativa sobre el círculo de tiza, les pedí que narraran el objeto que habían elegido. Que contaran su historia dado que cada cosa, hasta la más ínfima, tiene una historia a menudo oculta. Y que como toda historia necesita de una ficción que la sostenga, podían inventar a gusto lo que se les ocurriera. Felicitas, que es tan inteligente, había elegido que el círculo era una bola de pool, y me preguntó cómo se llamaban los agujeros por donde las bolas dejaban el paño verde. Las troneras, le dije. Ahora imaginate si a la tronera le damos mejor el nombre de abismo, entonces las bolas caerían hacia el oscuro abismo que se abre en los rincones de la mesa. Quedaría más poético, dijo Felicitas.
Y fue Albertina Blanco, que si en el futuro no elige la literatura va a pegar en el palo, quien dijo que ese círculo de tiza que yo había dibujado en el pizarrón bien podría ser la Luna. Lo cual era perfectamente posible. Una luna redonda, pletórica de blancura contrastando contra el negro de la pizarra.
Entonces escribieron durante quince minutos (porque después cada uno iba a leer lo que había escrito), y cuando a Albertina le tocó su turno leyó esta maravilla: "En la noche oscura, la luna brilla / con estrellas que mi alma acompañan / el viento suspira y en mi corazón / el fuego se enciende. / La sombra es mi refugio, mi amiga fiel, / donde mis pensamientos se pierden. / La vida es mi aventura, mi camino, / donde la naturaleza es mi guía / el sol es mi luz y es mi espíritu, / un eco se desvela.
La escuché, le di mi celu y le pedí que le sacara una foto a la hoja del cuaderno. Es la que acompaña esta nota. Ocho meses después de que Marta Meineri, la dueña del Colegio San Ignacio, una educadora de alma, me convocara para hacer el taller, hoy, en el último día, a la hora de la despedida de los chicos, sentí algo así como un reflejo de esperanza. Tal vez no todo esté perdido. Me despedí con cierta emoción, porque ya no los volveré a ver. Entonces antes de irme Macarena Arano, de 6ºB, tan sensible como siempre, se acercó y me dijo: "No es una despedida. Es un adiós momentáneo".
Escribir es buscarle un sentido a la historia, a nuestras vidas, al destino. Ayudar a escribir, a pensar, a crear ficciones, a enseñar que el punto de vista de cualquier cosa depende del lugar que elijamos para mirarla, es un poco volver a aquel séptimo grado de nuestra infancia, volver al paraíso perdido, y encontrarlo de nuevo en el interior de un círculo de tiza dibujado en el pizarrón.
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