Historias VOLVER
Hacía rato que no pasaba por el bar pero como Roque y el Tucu ya están asimilados al paisaje, como si fueran un par de muebles más, ahí están, uno frente al otro, uno con su cortado, el otro con su café, hablando del Citroën que el domingo volvió a cruzar las aguas del Lago.
Eso dije, como para apuntarme en la conversación: el Citroën que abre las aguas, o que camina -o circula, mejor dicho- sobre el agua- como una suerte de reencarnación bíblica llevada al rubro automovilístico.
-Ya saltó el bolacero -dice el Tucu, a quien, como sabemos, le disgusta profundamente la metáfora.
Eso, su poco roce y hasta su inquina con el hablar metafórico, no termina de disgustarme. Hay -sobre todo en la tele- un derrape insistente hacia la metáfora fácil, como si no se pudiera fundar una argumentación sin prescindir de ella.
Por ejemplo, la metáfora del enfermo, de particular predilección en el tosco mensaje de los economistas. El enfermo estaba en terapia intensiva, dicen, y ahora, pasado el peligro extremo, lo llevaron a terapia intermedia, pero eso no significa que no se vaya a morir. Eso significa, dicen, que salió del coma.
O la metáfora futbolera: estábamos por descender, por irnos a la B, pero arañamos un empate y si el referí no nos tira al bombo en una de ésas nos salvamos. O la metáfora (¡cuando no!) aeronáutica, predilecta en la jerga de cuanto político aparece por la tele: si venimos en pleno vuelo y se paran los motores, seguro que nos vamos a caer.
Y mientras me distraigo mentalmente pensando en que cualquier metáfora parece hecha a la medida de estos tiempos, tan poco propicios para fundamentar lo que se quiere decir (y tan prósperos en el ritual de hablar al pedo), el Tucu y Roque ya han dejado el tema del Citroën que cincuenta años después, a los mandos del mismo conductor, se zambulló en el Dique para hacer valer su prodigio anfibio, para hundirse en el limbo de la la creencia más burda y berreta: la mufa. Por supuesto es el Tucu quien la enarbola como un estandarte científico, cuando dice:
-Fue la China, ponele la firma.
Roque frunce el entrecejo, como cavilando, como midiendo hasta dónde el romance de esa espléndida mujer de treinta y pico con un pibe de veintipico pudo inducir al muchacho a la vertiginosa pérdida de su asombrosa muñeca.
-No sé, no sé -dice-, para mí fue el inflador de las redes, de los medios, del exitismo argento. Un globo que subió a una velocidad estratosférica, y con esa misma velocidad ahora se está viniendo a pique.
Llega la moza y baja mi cortado. El Tucu insiste:
-Pobre Colapinto. Fue la China que lo mufó.
La moza, con implacable lógica femenina, le dice al Tucu que él dice eso de pura envidia nomás, y en las mesas vecinas festejan esa amigable piña que se ha comido el parroquiano. Y entonces del Citroën y de la China se pasa como un suspiro a lo que será la noticia de diciembre que tiene ventana al bar: los últimos días de la Galería Italia y de todos los inquilinos que habitan sus locales. Se viene la topadora, y ahí no hay metáfora que valga.
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