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Corretaje de aromas

Primero pasó el chico que vende flores y después pasó un chico nuevo: vende aromas. "¿Aromas?", le pregunto. Claro, me dice, y saca una cajita rectangular de una bolsa: tengo aromas de limón, de menta, de fresas, de todo, dice, y le ríe la cara enteramente.

Parece feliz. No ha dejado la infancia y la necesidad lo ha llevado a convertirse en un vendedor ambulante de aromas. Y se ríe.

Pienso si uno pudiera agarrar un corretaje de aromas (como Chesterton hacía con su Agencia de Aventuras. Le tocó una época sin televisión ni internet ni nada, entonces la gente se aburría. Chesterton les ofrecía vivir una aventura, por ejemplo un safari a África. El tipo se sentaba frente al escritor y durante una media hora escuchaba cómo lo convertían en un personaje de aventura en medio de los peligros de la selva, viviendo episodios exóticos que luego contaría a sus parientes).

Vuelvo al corretaje. Pongamos que uno sale a vender con una valija y adentro los tesoros olfativos que no volverán. Venta puerta a puerta por los barrios más distantes ofreciendo en frasquitos los entrañables aromas perdidos a un costo accesible para la dama y el caballero.

-¿Qué olores tiene, don? -preguntará el ocasional cliente.

Y uno le pasará el catálogo, a saber: el aroma ancestral de la cocina de los abuelos, la perpetua esencia flotando en el aire del salón de actos de la escuela (hagan la prueba, vayan, si estudiaron ahí, a la Escuela Nº 2 y verán que medio siglo después podrá haber cambiado todo menos el persistente olor a Escuela Nº 2, dato que sirve para todas las escuelas de la ciudad).

Seguimos con el muestrario: el cloro penetrante de los veranos en la pileta del club, la fragancia única de los tilos de Colón, el perfume de un crisantemo sofocado en cada letra del papel de una carta que escribió una muchacha, el robusto olor del café que huele a cuerpo y tierra, el olor del mediodía de los domingos de infancia alrededor de la mesa sin mantel.

-¿Y qué más tiene, si se puede saber?

Entonces uno de un compartimiento secreto de la valija pone a disposición del cliente la mercadería de primera, la que nunca falla: el secreto e indescriptible aroma de una noche feliz, el sensual aroma de la juventud, el olor de la luna que no podría oler a otra cosa sino a jazmines desvelados. Y el aroma que deja la lluvia cuando se ha ido. También, al ofrecer este menú de aromas, deberíamos tener presente el tufillo de la incredulidad y la sospecha: podrían tomarnos como unos estafadores, unos vulgares hacedores del cuento del tío.

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