AGUAFUERTES VOLVER

Manicomio

Va a chocar, eso me digo mientras lo veo, por delante, en su auto, un Fiat Cronos. Es un tipo y los ademanes no expresan, precisamente, alegría. O mejor el ademán: porque uno solo de los dos brazos se mueve, colérico, eléctrico, en el aire. El brazo derecho. Está más en el aire que en el volante.

La otra mano la tiene ocupada en el celular que aplasta contra la oreja.

Entonces, si una mano oscila entre el volante y los manotazos, en la mímica descontrolada que proyectan sus palabras, y si la otra mano sujeta el teléfono celular, ¿qué puede pasar si no es tu día suerte?

El auto avanza entrando al centro y hace calor, va con las ventanillas bajas, y en cualquier momento, si el hombre que conduce (es un decir) sube el tono y trepa al grito pelado, entonces conoceremos su voz. Va a chocar y todavía no sabemos con qué. Chocará por la inercia misma del evento en sí: no se puede hacer todo a la vez. No podemos enojarnos, mantener una conversación por celular y conducir un auto. O sí, podemos pero...

Adelante tiene una rastrojero. Linda chata. Según la tradición hay que tener un par de brazos vigorosos para hacer girar el volante. Son, si lo pensamos, vehículos en vías de extinción. Si se la pega contra la rastrojero va a ser duro, sobre todo porque el auto que circula - discutiendo a través del celular vaya a saber qué y con quién- es un coche muy nuevo. Con toda la fragilidad que revelan los autos nuevos. No existe el air bag anti celular.

Es evidente que la discusión eleva el tono. Ahora ya pasa lo que en todas las discusiones: que nadie escucha. El brazo, la mano, los dedos, libres, es decir los que deberían estar más prestos del volante ahora sólo responden a la dinámica gestual del enojo, han acelerado su velocidad. Es notable cómo la adrenalina empuja al cuerpo, a la voz, a los brazos, a las manos. Estamos en el climax del entredicho telefónico.

Y de golpe las dos luces del freno del Cronos que refulgen al unísono del ruido. Cualquiera que ha chocado o que vio un choque -o mejor dicho, que lo escuchó- sabe cómo suena ese golpe seco, ese tumulto grave que estalla y paraliza al que chocó y al chocado, y, además, a todo lo que se movía en ese instante a su alrededor.

De la rastrojero baja un tipo en jean, alpargatas, algo pelado y fornido. Del Cronos un tipo de saco, pantalón de vestir, cuarentón.

-Te veía venir por el espejo, te veía venir con ese puto celular -le dice el de la rastrojero. No está enojado. Sabe casi con certeza la invulnerabilidad del tanque que conduce.

El del Cronos se disculpa. No hay correlación entre los daños. A la rastrojero fue como si la picara un mosquito, pero el Fiat dejó el paragolpes y la parrilla arruinados. Se juntan los curiosos, el tránsito se atasca. El del Cronos vuelve al auto a buscar el celular donde tiene la app de su compañía de seguros. Lo totalizante de la alineación: ha chocado por hablar por el celular mientras manejaba y es en el mismo celular que tiene la aplicación del que va a pagar los platos rotos, o parte de eso. Pero lo mejor es que todavía, del otro lado del telefonito, una voz sigue en línea, aún más disgustada por ese brusco corte de la conversación, una voz que hace lo que casi todas las voces en estos tiempos: monologa. La vida como un stand up. Una voz que parece reprocharle al conductor del Cronos lo mismo de siempre: Es lo mismo de siempre, le dice, es lo mismo, me dejás hablando sola, como los locos.

Postales del manicomio a cielo abierto de cada día.

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