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Historias mínimas: El que hace la comida

Por azar -o mejor dicho, porque decir gastronomía es poner en marcha el mecanismo de la circulación de las historias- es que me gustan tanto los bares y el llamado restó y también, ya más específicamente, el restaurante. En todos estos sitios está el corazón de la casa, el Hombre Invisible, el hombre que cocina. En La Vereda, un bar amigo de muchos años, está Nahuel Barrientos.

Los bares o para decirlo más genéricamente cualquier sitio donde ocurre el acto de comer, al transformarse en un hecho cultural y social, marida para siempre la comida con la conversación.

Escribí cuatro libros de gastronomía (dos ellos en proceso de segunda edición) y hace rato que tengo ganas de crear una galería de personajes de la industria gastronómica. Es una industria que por fortuna aun depende del saber hacer artesanal de sus trabajadores.

Desde hace bastante tiempo al cocinero se le llama chef, pero más allá de cómo se lo nombre, el cocinero tiene media llave del negocio. Su arte está ahí, en el lugar más importante, en un rol esencial, y su paradoja reside en su inmaterialidad. Como nadie puede verlo, su cara son todas las caras que trabajan en el lugar: la de las mozas, la del dueño, la del ayudante de la cocina, la del que atiende la caja. Buena parte de ese delicadísimo dispositivo que rige la dinámica de un lugar donde se come, está en sus manos. Sólo la camarera sabe lo que significa la respuesta del cliente cuando, mientras levanta los platos, pregunta como al pasar: "¿Comieron bien?".

Una vez por semana almuerzo con mi hijo en La Vereda. Nos gusta ese momento donde charlamos de nuestras cosas. La Vereda, que nació como bar hace veinte años y es el que mayor identidad local ha sabido tejer (la mantita de la tandilidad) está a cargo de gente amiga, clientes de mi portal, y nosotros, mi hijo y yo, somos un par de clientes más que le conocemos la mano mágica a Nahuel Barrientos. Es desde hace algo así como cuatro años el chef de La Vereda, y se ha ganado el afecto y el respeto de quienes le confiaron a sus manos y a sus saberes el paladar de sus clientes. No es poca cosa. Nahuel, de veinticuatro años, se formó en el CIBUM (Instituto de Formación Gastronómica) y, como cualquiera y en cualquier rubro, debe seguir reinventando su propio aprendizaje día a día, tal como hacen todos aquellos que siempre quieren para su equipaje intelectual un poco más. Y se nota.

Hoy Nahuel se acercó a nuestra mesa con un obsequio: una bandeja con unos deliciosos bocadillos de acelga con que acortamos la espera del plato que habíamos pedido. Esas cosas no las tienen todos los cocineros, esos gestos, esas delicadezas.

En el rubro gastronómico se dice que hay dos clases de cocineros. Uno, el que cierto día sale de la cocina y se convierte en emprendedor de su propio negocio (por ejemplo Riki Camgros o Emilio Pardo). Dos: el que hace de la cocina su mundo. Pero hay un tercero, el caso de Nahuel: vive en su galaxia de ollas, sartenes, especias y sabores, y cuando sale y cruza la barra hacia el salón es para sorprender al cliente con unos bocadillos que acabaron de hacer sus manos y sin que nadie se lo pida.

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