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Un ahogado se revela

Ya más o menos se sabe lo que significa los domingos con lluvia o -por antítesis- lo que no significa. Como cada uno se agarra de la tabla que quiere o puede entre los restos del naufragio anímico para no irse a pique, mi salvavidas siempre han sido los libros. Los que leemos tenemos muy en claro todo lo que le debemos a los libros.

Tenía el libro de Martín Caparrós, que acorralado por esa enfermedad temible, el ELA, decidió escribir sus memorias: Antes que nada. Son 700 páginas. Empecé a leerlo y en la página 60 Caparrós cuenta algunos hechos de 1961 (el año que nací) y dice como al pasar: el año que García Márquez publicó su mejor novela. No es Cien años de soledad, claro. Fui a Google por las dudas y era El coronel no tiene quien le escriba. Y estaba en lo cierto: es la mejor novela del Gabo. Busqué el libro en la biblioteca y no lo encontré. En efecto, ese libro lo tenía y lo perdí en la época que prestaba libros. Recordé la brevedad de la novela, no más de 80 páginas. Pero en el momento que terminé de bajarla de la web murió la pila del mouse. Así que no tuve más remedio que salir a buscar una batería.

Fui a un lugar que voy seguido los fines de semana: Súper Siete, el bar de la estación de servicio Don Rodolfo. Son gente amiga, está cerca de casa y tiene un aire de tranquilidad que me gusta. Además la casa adoptó una perra, Pocha, que es todo un personaje. De modo que compré la pila, pedí un café, me leí de ojito El Eco y llevaba dos capítulos del libro de Caparrós cuando un cliente entró al bar, pidió su café y me preguntó si podía llevarse el diario a su mesa. Le dije que sí y seguí con Caparrós. Hasta que de golpe el tipo desde su mesa me lanzó, sin preámbulos, la siguiente pregunta:

-¿Esa es la plaza del ahogado?

Con un dedo señalaba la plaza de enfrente, creo que se llama San Martín. Pero la sorpresa fue que el tipo la había señalado con la marca de una historia que todavía no publiqué. Una historia que, en efecto, escribí para el libro de las recetas gastronómicas de Emilio Pardo (un mix de recetas con historias), entre las que sobresale el ahogado en cuestión.

-¿Cómo sabés eso? -pregunté.

-Porque la contaste en el sótano de Syquet hace como tres años.

Y también tenía razón. Era la historia de Ibrahim Nasser, un inmigrante libanés que en su viaje a la Argentina, en 1927, sobrevivió al naufragio del Principessa Mafalda (el Titanic sudamericano) en las costas de Brasil, y semejante acontecimiento le dejó para siempre un terror al agua y la promesa de que jamás volvería al mar ni nada que se le pareciere. La historia me la había contado muy por arriba Hugo Nario y Richard Castejón me ayudó a reconstruirla cotejando el listado de sobrevivientes del barco hundido (murieron 700 de 1.261 pasajeros). Nasser se ganó el apodo de Vendu Baratu porque pasó gran parte de su vida en Tandil vendiendo "beines y beinetas" a los vecinos, además de ser un fanático del "buchero de gallina" que cocinaba la señora Noemí en el restorán del Hotel Victoria.

Lo extraordinario de su biografía se revela en la irreductible forma del destino, de lo que está escrito. Luego de ser rescatado del mar, Vendu Baratu nunca aceptó tomar contacto con ninguna forma de paseo acuático: rechazó ir el Manantial de los Amores, desestimó darse un chapuzón en los bañaderos de Ezcurra, nunca metió las patas en los arroyos que bajaban de las sierras antes del entubamiento, ni aceptó el convite en pleno verano para sofocar los rigores del calor en la laguna de la quinta de los curas. No volvió nunca más al mar y ni siquiera se permitió comer pescado o cualquier cosa que viniera de la parte líquida del mundo, como escribió Melville.

Pero más de treinta años después, una tarde que volvía de la Plaza Independencia con la felicidad de una buena venta y subía por España hacia la casa precaria que compartía con su hermano en el Cerro Redolatti (hoy el Monte Calvario), Vendu Baratu cortó camino por lo que había sido la laguna Calamante (hoy Plaza San Martín). Para el libro de Emilio lo conté así: "Hacía ya varias semanas que la laguna Calamante se había ido secando hasta la última gota. Quedaba, por lo tanto, una cava mínima, una leve ondulación de tierra por la que Vendu Baratu caminaba sin apuro. Nadie sabe qué iba pensando, pues si hay una tarea difícil es adivinar el pensamiento de un desterrado. ¿Pensaba en su patria? ¿En los cedros invencibles a las bombas, en el kebbe, en la mirada de su madre que no volvió a ver, en la risa de sus amigos? Pensaba en cualquier cosa menos en lo que iba a hacer su pie derecho durante los próximos tres segundos. No tuvo tiempo de arrepentirse de llevar las manos en los bolsillos. La punta de su alpargata tropezó contra la raíz de un árbol que no era un cedro libanés, sino un álamo de porquería. Vendo Baratu cayó hacia adelante y su frente sin ambiciones golpeó contra el filo de una piedra. Cayó como una puerta vieja. El golpe le evaporó la conciencia, lo borró del mundo. Cayó de bruces, como suele decirse, boca abajo contra la tierra, o mejor dicho contra un charco. Un charco de apenas diez centímetros de profundidad y otros quince de diámetro, pero suficiente para que el agua sucia lo sumergiera en su segundo y definitivo naufragio".

Tal cual, le digo al hombre que todavía está de pie señalando la plaza, en el bar de Don Rodolfo. En ese lugar murió Vendu Baratu. Se ahogó en tierra firme, le digo, citando textualmente las cinco palabras con que hace veinte años el querido Hugo Nario me contó esta historia.

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