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El árbol de Josefina

Suele ocurrir que la lectura de un libro que nos deja pensando nos lleva a su proyección en espejo, tan sólo unos pocos días después. Esa conexión literaria es algo mágica e inexplicable, pero cualquiera que lee y escribe con asiduidad sabe que se trata de una cuestión de energía. Algo así, por poner un ejemplo, como cuando pensamos en una persona que hace rato que no vemos y de golpe, a la vuelta de una esquina, esa persona se nos aparece, totalmente ajena a nuestra voluntad. También allí, de modo ineluctable, hay una energía invisible.

Dicho esto me detengo en un cuento que leí hace cinco días: "La balada del álamo Carolina", de Haroldo Conti. Es una preciosura; el secreto de su belleza, además de su prosa, es el punto de vista: Haroldo cuenta todo lo que ese viejo álamo fue viendo a medida que los años pasaban y él crecía. "Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.

"Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces".

El cuento se sostiene en la presencia inmemorial del árbol a través de sus dos vidas: la que se eleva al cielo y la subterránea: "...ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra. Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a través de aquel húmedo corazón".

Ayer en el Colegio San Ignacio dicté el taller de escritura para los tres sextos, una suerte de olimpíada destinada a la muestra de fin de año. En un recreo, Marta Meineri me llevó al patio y me mostró un árbol, un hermoso palo borracho. Yo todavía tenía el cuento de Haroldo resonando en ese sitio de la mente donde quedan alojadas durante un tiempo las buenas historias que leemos (la famosa resonancia de la que habló Stephen King), cuando Marta dijo: "Este Palo Borracho tiene treinta y dos años, la edad del colegio. Lo plantó la mamá de Josefina, una niña que iba a primer grado cuando se enfermó y murió. Fue algo terrible que nos devastó, un golpe tristísimo. Mientras tanto el árbol siguió creciendo, los dos hermanos de Josefina cursaron el colegio, y creo que los que estamos aquí desde siempre ya sabemos el nombre que tiene el árbol y su historia, porque es el modo en que Josefina sigue con nosotros".

Está claro que por encima de la inmaterialidad del espíritu se eleva la paradoja: hay ocasiones en que el espíritu se corporiza en densidad, en cuerpo, en savia y sustancia. Ver ese árbol en el patio es verla a Josefina, hoy, es ver cómo mira todo lo que la rodea, todo lo que ha ocurrido a su alrededor, las voces de la infancia que día a día pueblan sus oídos y su memoria, el tiempo que se ha ido y el que vendrá.

Haroldo Conti abre el cuento "La balada del álamo Carolina" con un anónimo epígrafe japonés. Es tan lindo que también sirve para cerrar esta nota: "Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo, la primavera siempre volverá. Tú, florece". Es lo que sucede con el palo borracho de Josefina: florece como ella, florece como una eternidad en el patio del colegio.

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