Historias VOLVER
El primer carnicero que recuerdo era un tipo del barrio de mi infancia. Un gordo de bigotes eléctricos que no usaba el delantal blanco, sino una camiseta musculosa de donde sobresalía una pelambre negruzca sobre los hombros y la espalda. Esa camiseta lo acompañaba hasta en invierno. Regalaba salud el matarife, era fornido y de muy pocas palabras. Un carnicero monosilábico. Nunca hablé con él, porque de chico uno podía ser enviado a la despensa, a la verdulería y a la panadería, pero muy raramente a la carnicería del barrio. Su última imagen no lo favorece y hoy, cuestión de género mediante, estaría preso: una mañana, tras un ataque de furia por una discusión marital, corrió a su esposa a lo largo de toda la manzana con su terrorífica cuchilla en vilo. A la pobre mujer, cuando ya se creía perdida, la rescataron las chicas Mansolido, tres hermanas muy católicas que vivían sobre Constitución, a pasitos de Rodríguez, y pasaban medio día en su casa y el resto en la Parroquia del Santísimo.
El segundo carnicero tiene un apellido mítico: Anglada. Si lo pensamos bien desde la música del lenguaje lleva la marca en el orillo. Anglada parece sinónimo de Aguja, de Vacío. Un kilo de Anglada suena perfectamente al oído. La carnicería era famosa por su dueño y por su carne. Estaba pegada al Cine Americano, sobre calle Rodríguez, donde hoy abre sus puertas la parrilla El Criollo. Esa carnicería se encuentra invicta en la memoria de los vecinos del Tandil de los años felices que la frecuentaron. Parece que el gallego Anglada tenía algunas astucias y ciertos caprichos propios del oficio.
Como todo carnicero que se precie de tal, su fortaleza inexpugnable, su territorio sagrado, era el mostrador. Ahí mandaba él y en esa trinchera no se jodía.
Anglada tenía un mostrador de chapa. Y hacía un tiempo debía padecer a una señora mayor que lo tenía podrido pues cada vez que iba a comprar le tocaba toda la carne que estaba expuesta sobre el mostrador. Ni un corte dejaba sin pasarle su mano pulposa, sus dedos regordetes, como si testeara la calidad de la vaca al tacto. Un día Anglada se cansó y no se anduvo con vueltas: electrificó al mostrador. Tras la descarga que hizo retroceder de un brinco a la clienta, quien enmudeció pálida del susto, el carnicero se disculpó alegando que su carne era tan buena que aun parecía registrar los últimos estertores de vida de la media res antes de que se los clientes se la llevaran envuelta en el diario de ayer.
Dejo para el final lo mejor. Hace algo así como cincuenta años en la Avenida de los Tilos había una carnicería muy conocida: lo de Ochoa. El carnicero era famoso porque a la hora de pesar la carne colocaba el cuchillo entre el plato y el apoya plato con el mango hacia su barriga, con lo cual la cuchilla era pesada junto con la carne... Una avivada que no siempre le salía bien...
Recordé a estos viejos carniceros de otrora porque ayer, detenido por un semáforo rojo, vi una carnicería como las presentan ahora, al estilo carnicería-boutique. El nombre de fantasía también correspondía al lenguaje comercial de este tiempo: Punto Carne. El slogan me llamó la atención: "La tierna seducción", decía. Bastante menos bizarro que el slogan fatal que supo exhibir la pizarra de una carnicería de Villa Italia, inspirado de puño y letra por el carnicero que la atendía: "La carne es débil, sobre todo la nalga". En fin.
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