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La tregua

Debe ser lo único que nos une. No hablo de esta selección, la mejor de todos los tiempos, que une desde otro lugar, desde la vaga idea de la patria que sostiene el fútbol. Pero lo de él es otra cosa. Nos une más allá de la bandera, más allá, incluso, de la pelota.

Cuesta explicarlo llanamente. Nos une a pesar de nosotros, los argentinos, sus contemporáneos, sus connacionales. Nos une, tal vez, porque cada vez que aparece, en noventa minutos y sin proponérselo, aplica una suerte de terapia sanadora, aun en lo fugaz de esta praxis: la tregua.

El tipo crea, además de todos los sortilegios que le conocemos, una espacio teatral. Uno va al teatro y sabe que en el escenario hay una ficción, sabe que todo lo que sucede allí arriba está agarrado de los hilos de la fantasía. Y uno cree en eso, en la fantasía, cree con verdadera fe en el prodigio escénico y teatral, uno cree en la historia que nos están contando. Y durante ese rato -que dura más o menos lo mismo que un partido de fútbol- uno y el que está sentado al lado, y de la fila de arriba, y el de la de abajo y, en general, toda esa cuestión llamada público se entrega.

En ese acto, en la entrega, bajamos la guardia. Entonces como por arte de magia (nunca mejor esta expresión) todo el contenido del camión atmosférico que colma enteramente la caja craneana y en especial el cerebro, se evapora del organismo, de tal manera que apenas él toca la pelota desaparecen las criaturas fatales de TN y los trolls del esperpento, y las otras criaturas de C5N y los títeres de La Nazión+, y a ese efecto de licuación escatológica sobrenatural -donde el Todo bostálgico se convierte en Nada- le podemos con toda justicia asignar el nombre de purga. Porque eso hace la Pulga: nos Purga de la abominable realidad, de la atmósfera irrespirable de un país donde buena parte de la sociedad se entretiene con el deporte cotidiano que Sarmiento, en su Facundo, atribuyó a Rosas: el de hacer el mal sin pasión.

Todo esto se sucede sin pausa y sin aliento hasta que aparece el pequeño ilusionista y la realidad queda suspendida en el aire, y son miles y millones los que bajo su notable embrujo aceptamos de muy buen grado -tal vez sin darnos cuenta- la tregua que el tipo nos ofrece, el recreo indispensable en el patio del odio hasta que suene el timbre -es decir los tres pitazos del árbitro anunciando el final- para que todo vuelva a la horrible fatalidad de siempre.

Sólo este rosarino de treinta y pico de años, de gambeta inexplicable, puede unir por un rato los cachos rotos y esparcidos de un país que cultiva el canibalismo. Sólo él, una noche, en octubre, en el Monumental, con tres goles, con la celeste y blanca, nos hace bajar la guardia aunque no lo merezcamos.

En medio de la tregua, en un instante de melancólico realismo, entre gol y gol, solemos conjeturar eso que ya sabemos de sobra cuando pensamos en la finitud del hilo del carretel: cómo y cuánto lo vamos a extrañar...

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