Historias VOLVER
Vamos a tomar esta escena. Pasó hace unos días en un partido que Messi jugó en Estados Unidos. Es de público conocimiento que el astro argentino tiene un guardaespaldas, es decir nada de otro mundo en el universo de las celebridades.
La foto que ilustra esta nota tomada de un video cuenta un momento, pero la imagen empezó mucho antes. Intentemos narrarla. La pelota está lejos de la secuencia inicial y Messi también. En el video lo primero que se enfoca es al guardaespaldas de Messi apostado en el banderín del córner, en el otro extremo de la cancha a donde está Lio.
De golpe el tipo sale corriendo a una velocidad supersónica. Al instante vemos que enfrente, de la otra esquina aparece un chiquito que también va corriendo hacia el centro del campo de juego. Va con toda su alma cortando la cancha en busca, claro, de Messi.
El guardaespaldas corre en diagonal para achicar la distancia con el pibito. Si bien arrancó después, su velocidad es tan extraordinaria que lo va a lograr. Es más: por el énfasis que le imprime a su tarea pareciera que eso que va a detener fuera un barra brava o un hombre-bomba, no un niño. Y, en efecto, unos tres o cuatro metros antes de que el chico llegue hasta Messi, el guardaespaldas se le interpone. El chico queda a nada de Lio, a tan poco espacio que Messi lo percibe, se da vuelta y se acerca a la escena donde se desarrolla el nudo de esta historia: la escena donde el guardaespaldas ya tiene sofrenado al chico, sin malos modos, es obvio, pero congelado de rodillas en su corrida. Ya hizo lo que tenía que hacer: detener al pibe antes de que llegue a Messi.
Ese chico que viste la camiseta del Barsa, de diez o doce años, aún no lo sabe pero la vida lo ha puesto ante su primera y tal vez más cruda revelación: ya sabe que en adelante será posible cruzarse con una persona que cumple el papel de verdugo, que ha sido puesto en este mundo para dedicarse a la antipática misión de arruinarle el sueño a alguien. El guardaespaldas fue el primero pero no será el último.
También ese niño ha asistido a una encrucijada, de la cual salió airoso: cuando se largó a correr como un poseído, a todo lo que le daban la fuerza de sus piernas -y estaba lejísimo, más cuarenta metros de Messi- tenía la determinación absoluta de llegar a su ídolo. Sólo lo pudo frenar la fantasmal aparición de la Realidad a una edad donde poco y nada se sabe de ella: un tipo muy grandote para su tamaño haciendo su trabajo un poco sobreactuado. La historia terminó bien por la grandeza de Messi: cuando el guardaespaldas detuvo al niño, Lionel le dijo que lo dejara sacarse una foto con él y que no permitiera que la policía lo sacara del estadio.
Dentro de cincuenta años, cuando ese chico mire hacia atrás por el espejo retrovisor de la memoria, advertirá cuál fue el día que empezó a abandonar la infancia (o que la infancia lo empezó a abandonar a él), esa etapa donde uno corría de cara el viento hacia la felicidad con la certeza de que nada podía detenernos.
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