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Llego al bar con un libro, estímulo que a veces resulta imprescindible para escribir. O sea, leer. O releer, como en este caso. Tengo en la mesa Prisión perpetua, un libro de cuentos de Ricardo Piglia que me sigue pareciendo tan intenso como la primera vez.
Enfrente está la mesa de un tipo que empieza a preparar sus cosas para irse. Se pone la campera, paga, se levanta, y cuando va a encarar para la puerta se detiene y me dice si quiero el diario.
El diario de papel, todos lo sabemos, es un producto en extinción. Uno de los lugares donde todavía se lo frecuenta es en los bares porque, precisamente, se lo lee de ojito. El tipo, entonces, me acerca el ejemplar de El Eco.
-¿Lo quiere? -me dice.
Yo, que ya estoy con Piglia, me encojo de hombros. No quiero ser descortés, pero acabo de empezar a releer "Las actas del Juicio", que es el mejor cuento de ese libro: un relato en primera persona del hombre que mató a Urquiza en el Palacio San José.
El tipo acierta: percibe que me retraigo de El Eco, y acaso, como un acto reflejo, deja caer con una sonrisa benigna la frase que inspiró esta crónica.
-Yo sólo leo los muertos y esta página -dice.
La página que señala es la contratapa. Y se refiere, naturalmente, al aguafuerte con que el amigo Marcos González se gana el pan a diario, porque de lunes a viernes ahí está desde hace un millón de años su nota (Arlt llamaba "notas" a sus aguafuertes), a veces más extensa, a veces más breve, pero siempre está.
Le mando entonces un WhatsApp a Marcos para darle dos noticias. Una, le digo, que si bien es cierto que compite contra los muertos (las participaciones fúnebres), no es menos cierto que está vivo. Y que en la proyección de ese lector, tal como lo enunció, primero fue la lectura de los muertos y luego su aguafuerte. Ergo: un ser vivo pierde contra un listado de seres que han dejado de ser y por eso mismo ocupan ahora el sombrío lugar de los obituarios. En un par de audios nos tomamos con simpática dignidad esta derrota en la escala de lectura. Radio Tandil fundó su imperio con las necrológicas, y hasta se las cobraba a los deudos para anunciar a las ocho de la mañana el vecino que había bajado la guardia.
Lo segundo y tal vez más importante en la vida de un escriba: saber quién te lee. En el caótico territorio digital, en el decadente imperio del like, podemos tener una mínima idea. El asunto se complica un poco más cuando el lector pertenece a la civilización analógica. El lector del diario de papel, el que ahora acaba de leer de corrido un aguafuerte donde González, en medio de la marcha de ayer, se entrevera con el Gordo, un amigo suyo, para hablar de la juventud, de la suya y de la juventud de hoy, de sueños rotos, revoluciones marchitas, e ideales que no envejecen aunque la vejez se vaya acercando a nosotros.
No es poco, sobre todo para los que escribimos en este mar de estiércol en que se han convertido las redes y los medios de incomunicación, los que escribimos con la habitual certidumbre de estar arrojando una botella al mar, los que escribimos no todo lo queremos (del mismo modo como ningún ser humano, salvo que esté loco, dice todo lo que piensa). Escribimos lo que podemos, sabiendo para qué (pagar las cuentas, vivir), sabiendo por qué (es el oficio que elegimos) y no sabiendo, casi, para quién. Pero lo mejor de todo es que estamos vivos y nos resistimos a quebrar la pluma.
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