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El Ideal, el mítico Bar Ideal, palmó a metros de 2000. Luego recayó una versión muy desmejorada: Maxim, la esquina ideal, se llamó. Y ya en 2005 apareció la platense Frawen's, se fundió y el mismo destino le corresponde a la marplatense Cheverry, próxima a bajar la persiana. Lo último es lo que sabemos: seis empresarios gastronómicos de la ciudad -buena gente, con mucho recorrido en lo suyo- van por la mejor esquina de Tandil con una gran pregunta, tan grande como la inversión que van a hacer. ¿Qué hacemos con la nostalgia del Ideal?
Este derrotero (nunca mejor un término marítimo que remite a la verdadera derrota) explica el naufragio de sus predecesores desde lo más obvio: lo horrible que fueron ambas cadenas foráneas para dar un servicio de gastronomía y -sobre todo- para entender el paladar de la idiosincrasia local.
No tiene fundamento, como leí por ahí, el argumento de "la maldición del Ideal". Cada bar fue hijo de su época -como lo somos todos- y aquel esplendor de un bar que fue mitad bar y mitad fonda se correspondió con ciertas maravillas del siglo pasado. Escribí un libro con la historia del Ideal sin moverme de la silla: lo escribí con los recuerdos, por el sólo hecho de haber sido parte de su paisaje cotidiano, de sus días y de sus noches. Ahora bien, mal que nos pese, todo eso ha muerto. El pasado, disuelto en polvo, quedó lejos, aunque la nostalgia todavía esté ahí, acechando el pulso del corazón.
Está claro que a ningún empresario gastronómico la nostalgia le mueve el amperímetro de la caja registradora. Y tienen razón. Lo primero y lo central será la propuesta. Como la sociedad que rentó la propiedad de Rodríguez y Pinto viene del palo de la gastronomía y conoce perfectamente la ciudad, se descuenta lo obvio -la calidad del servicio-, dato no menor porque constituyó la falla garrafal de los dos últimos fracasos.
Apenas trascendió la noticia "del nuevo Ideal" brotó la criatura agazapada en la memoria del pasado para soltarnos su dulce gruñido melancólico: apareció la súbita nostalgia por los días felices. ¿Qué hacemos con todo eso? Entender lo obvio: que el Ideal, tal como lo conocieron dos generaciones, no existe más (amén de que la generación millennial no sabe de qué estamos hablando); creer que una reversión vintage del bar más popular del pueblo es posible, sería como suponer que si a la réplica de la Movediza le ponemos un mecanismo artificial para que se mueva, ya tendríamos otra vez a la verdadera Piedra oscilando en el cerro. El Ideal y la Piedra Mágica están en el pasado, en lo mejor de nuestro pasado, como están tantas otras cosas, entre ellas nuestra juventud. Lo que queda del bar -y no parece poco- es la resonancia mítica de su nombre, una vibración que excede meramente a la marca. Ese sería, digamos, su capital simbólico, su valor "llave" emocional.
Por lo demás, la mejor noticia es que esa esquina tenga una nueva oportunidad por la historia que documenta. La propiedad tuvo sólo tres dueños en toda su historia (uno de ellos fue Juancho Martínez Belza). Fue en 1866 -a poco más de cuarenta años de fundado el pueblo- un almacén de ramos generales; fue también la mueblería de los hermanos Crimella; fue desde los años treinta el Bar Ideal hasta el fin de siglo. Y desde el dos mil para acá es la nada misma. Lo último, Cheverry, más que una cervecería parece la fachada de una pompa fúnebre.
Salir de esa nada ya es mucho. Que gente amiga tome la posta del arduo desafío -hacer un negocio gastronómico redituable, con costos fijos muy altos y en cierto modo convertir aquella nostalgia en el motor del presente- es el primer paso para evitar correr la suerte de Edith, la desafortunada mujer de Lot, petrificada salinamente por quedarse mirando el pasado. A las estatuas de sal es mejor dejarlas para La Biblia.
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