Historias VOLVER

Recuerdos y estados

A las 22,30 del domingo entra un mensaje de audio al celular. Es un amigo que llama, según dice, para despedirse. Es un día propicio para el suicidio (tal como lo afirman las estadísticas), pero afortunadamente en el audio -que respeta el máximo de 30 segundos- se lo escucha neutro, sin el menor atisbo de drama. Allí me informa que este lunes se comprará un teléfono celular nuevo. Salgo de los audios y lo llamo.

-Nuevo pero viejo -aclara.

Recién entonces empiezo a entender. Va a comprarse la versión nueva de un Nokia 1100, es decir de aquel telefonito vendido por millones hace más de veinte años, en los comienzos de la globalización (uno dice esto y se siente en la era precámbrica).

-Ajá. ¿Y cuál es la razón? -pregunto.

-Hay varios motivos, no es uno solo -dice mi amigo y un largo silencio queda colgado del aire, como esos tres puntos suspensivos que dejan abierta una frase. Lo que a las mujeres no les cuesta nada, a nosotros, los varones, se nos hace más difícil de poner en palabras.

Lo dejo que tome aire para contarme su historia mientras le comento eso que leí hace unos días: que ese telefonito de las cavernas está volviendo como de la muerte misma, sobre todo en Europa. Que hay una suerte de intoxicación mental debido a la hiperconexión que producen los celulares de estos días. Que las redes sociales, las billeteras virtuales, el WhatsApp, los sitios web, el mail y toda la parafernalia digital han convertido al celular en un órgano más de nuestro cuerpo, además de crear una adicción profunda, a tal punto que nos resulta inconcebible salir a la calle sin el aparato. Todo lo que le digo es por demás obvio y es una de las causas por las cuales ya hay gente que recurre a lo que se conoce como "el teléfono de los tontos", es decir aquel Nokia o Motorola con el que sólo podías hablar o enviar mensajes de texto.

-Sí, sí, eso también jode, pero no es lo más importante -dice- y ahora su voz parece disolverse en un murmullo grave-. Lo que no tiene remedio, lo que me obliga a la despedida de mi celular son los recuerdos.

Se hace otro silencio coral. Recién ahí caigo en la cuenta de que casi siempre nuestras charlas versan sobre literatura.

-No sé si sabías que Magda me dejó -dice, y sé perfectamente lo que significan esas dos palabras que cierran su confesión. No es para nada lo mismo dejar a que te dejen.

-No sabía, perdón, no tenía idea.

-Por eso. Fue un final de mierda, como todos los finales. ¿Y qué me quedó de tres años de romance? Los recuerdos. ¿Sabés cuántos recuerdos tengo? 2699 fotos y doscientos videos. Todo eso adentro del celular. Y otra cosa, que supongo tu celular también contempla: la sistemática repetición del recuerdo. Ahora, además de meterte la Inteligencia Artificial de prepo, el celular te dice si querés ver una foto tuya de hace un año, o dos, o tres. Y a Mister Samsung le calienta tres pelotas si vos estás tratando de salir del bajón. Mister Sansung es tan bueno que ha guardado los recuerdos de cuando con ella fuiste al mar, o a las cataratas, o donde sea que viajaste. Siempre está ahí el celular para recordarte que alguna vez fuiste feliz. ¿Entendés ahora?

Le digo que sí, que lo entiendo perfectamente, y que debe haber alguna función para que su celular no registre los recuerdos ni ofrezca al usuario volver a verlos, con esa impunidad tecnológica que lo habilita a traer del fondo del pasado los días que no volverán.

-Y hay una cosa más por la cual mañana cambio el celular y vuelvo, ponele, a mis treinta años. Una cosa que tampoco es menor. El estado de WhatsApp. El aquí y ahora de tu ex, si es que no te pegó el tiro del final con el bloqueo. La foto del instante, del ahora mismo que no está con vos. Eso es todavía más doloroso que los recuerdos, porque quiere decir que la vida siguió, que ella está pero no está, y que sea como sea hay que seguir para adelante.

Le digo lo que me dijo una estimada psicoanalista hace bastante, un concepto que a ella se lo contó un tal Freud, por lo tanto debe estar acertada: que el duelo es un trabajo. Eso le digo. Y mi amigo dice que sí, y que ya es tarde y debe dormir porque mañana madruga para ir, precisamente, a trabajar.

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