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Rueditas

Por la vereda viene el chico del barrio arriba de su flamante bicicleta con rueditas. Al lado el padre, al otro lado la madre, el chico -seis años como mucho- pedalea con énfasis, la bici es roja, las llantas de las ruedas son azules, y lo que se escucha es el sonido de las rueditas vibrando sobre la vereda. Hoy es un juguete y mañana será su compañera indisoluble.

Sólo un recuerdo, conjeturo, podrá alcanzar el nivel de intensidad que este día produjo en la memoria del niño: el día que se largue a pedalear sin rueditas en la bici, el día que lo haga solo, aunque a metros nomás lo esté esperando el porrazo fundante, el que atesora que él y la bicicleta, sin rueditas, son ya una misma cosa. La caída certifica el aprendizaje. Caerse, levantarse y seguir pedaleando. Sólo ese día -tal vez- será tan memorable, tan intenso, como el día de hoy, del ahora mismo en que tiene su primera bicicleta, regalada para el Día del Niño.

Lo más trascendente para el chico no está en el regalo, en la bicicleta misma. Todavía no sabe -y deberán pasar muchos años para advertirlo- que andar en bicicleta es algo que se aprende de una vez y para siempre. Se me podrá decir lo mismo respecto a la natación, el ajedrez o a la tabla del tres. Sí, pero (ya saben que la conjunción adversativa "pero" es un clásico de estas notas), pero no exactamente igual.

Podría explicarse así: nadar, sumar, multiplicar, jugar al ajedrez, son saberes propios de un momento de la vida, la infancia, tal como lo es la bicicleta. Es cierto que una molécula de tales aficiones quedan en uno, tan cierto como su opuesto: hay veces que nunca más hacemos un largo de crol en la pileta, o volvemos a sentarnos frente a un tablero de ajedrez, y si lo hacemos ya no es lo mismo: por lo general en nuestra especie funciona el rendimiento decreciente. Nadamos peor, jugamos sin los reflejos de antes y no resulta tan fácil saber cuál era el teorema en el que vagamente aparecía el cuadrado del cateto de la hipotenusa. Son saberes que en cierto modo se han diluido del ser. Nos habitan, es verdad, pero escindidos en algún hueco recóndito de la caja fuerte de nuestra memoria a la que llamamos experiencia.

Con la bicicleta no pasa eso. Puede ocurrir que alguien haya pasado cuarenta años sin subirse a una bici, sin embargo apenas estableció el trasero en el asiento y afirmó los pies en los pedales, la bici sale solita hacia adelante, en el envión de la primera pedaleada, y el equilibrio, tan arduo de conseguir en la remota infancia, se produce en el acto por sí mismo, mecánicamente, dado que, como decíamos más arriba, esa armonía entre el cuerpo y la bici, entre los brazos y el manubrio, entre el tronco y el cuadro, esa armonía que conlleva el vértigo horizontal una vez aprendida seguirá con nosotros hasta la tumba. No obstante, no hay que confiarse, sobre todo porque pueden ocurrir accidentes arriba de la bici pero a velocidad cero, es decir con la bici detenida y las puntas de las zapatillas adentro de las punteras. Ese enemigo temible, las punteras, y el equilibrio que se pierde si no podemos retirar los pies de ellas con la caída subsiguiente, le hizo pedazos el codo derecho a mi amigo Richard Castejón, un fanático de la bici. Un codo destruido a los sesenta y pico de años podría refutar la tesis de que el aprendizaje con la bicicleta es a perpetuidad. Pero no: caerse de la bicicleta estando en movimiento cero alude a la confianza, el descuido o cierta impericia del ciclista, que exculpa a la bici. Aprender a andar en bicicleta es como aprender la hora en el reloj de agujas: ambas refieren al Tiempo, a los dos aprendizajes les cabe la certidumbre de eternidad.

De modo que van a pasar algunos días o semanas para que por la ventana del lugar donde escribo aparezca otra vez el chico de mi barrio al que hoy le regalaron una espléndida bicicleta roja. No es fácil promediar el tiempo que le demandó a cada uno de nuestra generación aprender a andar sobre las dos ruedas y enterrar las rueditas en alguna caja de donde no volverían jamás, pero cuando vea llegar al pibe pedaleando solito, libre, riendo, con todo el viento en la cara y toda la vida por delante, algo de mi infancia irá con él y su felicidad.

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