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Historias mínimas: Muñones

No sé nada -o casi nada- de árboles. Distingo a duras penas la honorable templanza de un roble con el lánguido pesar de un sauce llorón.

Está claro que hay árboles y árboles y está más que claro (esto lo deberíamos saber todos) lo que significa una ciudad con árboles, menos por la estética que por todo lo que ellos nos dan, para empezar el aire que respiramos. Nada más ni nada menos. Ese proceso se llama fotosíntesis y esa lección nos ha quedado de la escuela secundaria.

Por las dudas copio y pego de un artículo de Robert Krulwich para la Nathional Geografic: "Sabemos que los árboles absorben aire. Sus hojas engullen el dióxido de carbono y, a continuación, con la ayuda del sol, el carbono se queda en el árbol (en forma de ramas, troncos) y el oxígeno se libera. Llega el invierno, las hojas se caen, los árboles se quedan desnudos. Sin hojas, los árboles se quedan callados. Cualquier CO2 adicional probablemente se quedará en la atmósfera hasta junio. Junio es el mes en el que billones y billones de hojas crecen y empiezan a respirar. Es como si los bosques del mundo se convirtieran en una enorme aspiradora, peinando el aire, absorbiendo el CO2 hasta noviembre".

Y entonces uno, que mira cada día como la ciudad va degenerando en una suerte de metrópolis del cambalache, piensa en las manos que amputaron -el término parece adecuado- un árbol de la calle Ituzaingó. Daría la impresión de que era un árbol sin linaje, un árbol común y corriente, un árbol, recordemos, que alguien -no sabemos quién- hace mucho y allá lejos un día plantó pensando más en el porvenir que en su presente. Porque ese árbol como mínimo iba a tardar unos veinte, treinta o cuarenta años en tomar altura y darle al prójimo en el agobio del verano un lugarcito de sombra para el que quisiera situarse debajo de sus ramas, de su follaje, de su copa, un techito al natural, digámoslo así, en el borde del cordón, en un rincón de la ciudad, fuera de las cuatro avenidas.

Las manos que lo degollaron necesitaron un instrumento para hacerlo, de una herramienta con el suficiente poder para dejarlo como ahora lo pueden ver, en la foto que acompaña esta nota, sin cabeza, o como si fuera un brazo al que le arrancaron la extremidad, de tal forma que el árbol derivó en muñón, y todos sí sabemos lo que eso significa, la crudeza bestial de lo que tuvo que haber pasado para que un brazo se quede huérfano de su mano, o un cuerpo huérfano de su cabeza.

Y para colmo, y ya cerrando, porque esta es una historia mínima para leer en dos o a lo sumo tres minutos, para colmo, decíamos, hay que destacar las malas artes o la mala praxis, o la carencia de un mínimo toque de piedad del ser que lo malogró, que le quitó de cuajo la proletaria galanura del árbol, su copa, sus ramas que habían atravesado el invierno calladamente en su intemperie, huérfano de hojas, convertido, como bien dice Krulwich, en el pulmón del mundo hasta que dos manos empuñando una motosierra (artefacto de súbita fama argentina) lo pasó a degüello sin prisa y sin aviso.

Es cierto lo que dice el escritor Martín Kohan y aplica a cualquier cosa: la crueldad está de moda, también contra los árboles.

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