AGUAFUERTES VOLVER

Lo inimaginable

Tal vez, en la saga de las crónicas del bar que vengo escribiendo hace tiempo, nunca lo aclaré pero el Tucu detesta la política (por eso votó a Milei) y Roque es un descreído, a su manera un derrotado. Desde el regreso de la democracia compró, según dice, todos los buzones que le vendieron y ahora ya no cree en nadie.

Pero ninguno de estos dos personajes del bar ha podido despegarse, desde hace una semana, de Venezuela. En cadena nacional, las grandes corporaciones mediáticas hacen su trabajo y falta poco, quizá, para que asistamos a un orgasmo múltiple entre Viale de TN y Feinmann de La Nación+: se odian mutuamente, sin embargo los une el goce ante la grotesca figura de un dictadorzuelo que todos los días, siguiendo la tradición de los dictadores, agarra el micrófono para proferir alguna sandez.

La última fue antes de ayer, cuando se peleó con el contendiente más inesperado de su larga batalla para no dejar el poder, la aplicación de WhatsApp. Parece un chiste pero como las cadenas de televisión lo transmitieron en vivo y en directo, y luego lo repitieron para confirmar la materialidad de la alucinación, Maduro dijo que rompía relaciones con WhatsApp y, delante de una pequeña multitud (al régimen se le hace cada vez más difícil llevar gente a los actos y que el público no entre en risa), borró la aplicación de su celular.

-Es un payaso -dice el Tucu, soltando su verba categórica.

-Ciertamente pelearse con WhatsApp era algo que no me imaginaba -dice Roque, burlón.

Pero si atravesamos el sesgo sarcástico podríamos ver otra cosa: irse de esa aplicación, borrarla del celular (única manera por otra parte de quitar la IA de prepo que nos metieron) implicaría -de no pasar a otra- un salto mucho más profundo: cortar de cuajo con la forma de comunicación por excelencia de la época. No parece, ahí sí, nada fácil hacerlo, sobre todo cuando esa forma de estar en el mundo con los otros incluye la cuestión laboral. Mandarse, como hizo el recordado Eduardo Saglul, un vertiginoso chapuzón hacia la insondable soledad de uno mismo sin teléfono, tan es así que sólo conservaba, casi como un puente arqueológico, su casilla de correo de Hotmail. Entonces los invito a pensar cómo era la vida antes no sólo de WhatsApp, una aplicación útil pero también invasiva, sino cómo era la vida sin el celular.

-En la era de la civilización analógica -les digo-. En el siglo pasado, cuando éramos libres.

Ambos se manifiestan totalmente de acuerdo con las ventajas de aquella época, hartos de ver gente abducida por las pantallitas, de la maldición de los tipos que en el bar hablan a los gritos por el celular, de la molestia de tener que cargar todas las noches la batería, de la hiperconexión y los algoritmos y la mar en coche. Hasta que suena, intrépido y ruidoso, el mensaje de Watssapp en el teléfono del Tucu. Vacila pero no puede resistir la tentación, o la obligación, de leerlo. Luego de un instante de indecisión, el Tucu carraspea y dice como al pasar:

-Es mi señora. Para que no me olvide de llevarle los tomates y los morrones de la verdulería.

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