Historias VOLVER
Hasta hoy la mitad más uno del país no sabía que existía Maligno Torres, el irrompible de la bicicleta. Ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos y ahora él -y su apodo- son una celebridad.
Pero a mí lo que me llamó la atención fue su apodo. Nunca un apodo -como un chiste- es inocente. Hay que ver de dónde viene, y ese recorrido, desde que alguien apoda a otro hasta que el apodo toma forma de nombre, será un punto fijo en la memoria del apodado. Todo apodo tiene un sesgo y muchas veces hasta define el dominante de una personalidad. A veces, viene por el físico, por lo gestual; otras veces por algún rasgo más difuso. Pero sea como sea el apodo deviene de las catacumbas arqueológicas del ser, es decir de la pubertad o la adolescencia, ese laberinto de desdichas al que se sale, como se puede, con la adultez.
En el barrio de la primera infancia nunca supe por qué al Tosi Vedovelli le habían puesto así, Tosi, ni quién le encajó el apodo que, calculo, lo acompaña hasta hoy.
Había también apodos raciales (el ruso, el turco, el polaco, el chino, la tana), que en verdad casi no funcionan como apodos. Porque un apodo es otra cosa, es como un sello, una marca de identidad. Calculamos que el Maligno de la bicicleta, de pibe, sería terrible. No cualquiera lleva ese apodo, pero mucho menos su opuesto: Benigno. De nombre sí, hay algunos Benignos, pero resulta inusual encontrarlo de sobrenombre.
Ahora bien, como este sitio web es un sitio de historias y su razón de ser -además de convertirse en un medio de vida de quien lo escribe- es calentar la mano cada día con estas notitas irrelevantes, nos tiramos de cabeza al fondo del aljibe del recuerdo para rescatar un apodo lamentable. Le fue zampado a Ernesto Rojas, un pibe que en los setenta era pupilo del Son José, tal vez de Laprida o alguna localidad parecida. Como dos por tres los curas lo pescaban rascándose un testículo, le decían Ladilla (especie de microbio come huevos, o algo así).
Como tantos otros, nunca más supe de él hasta que me lo crucé treinta años después en el centro. Estaba con su mujer, paseando por Tandil, y apenas me reconoció, me llamó por el abominable apodo que también a mí me habían puesto (el cual no pienso citar). Nos dimos un abrazo y empecé a buscar su nombre de pila del vacío insondable de la memoria. Él se dio cuenta en el acto y se rió con esa risa campechana que tenía.
-¡Decime Ladilla nomás! -dijo, feliz por el reencuentro.
Entonces pasó lo siguiente. La señora, que estaba pispeando la vidriera de calzados Tressam se volvió hacia nosotros, miró a su marido y le dijo señalándole unas relucientes botas de cuero.
-Mirá, Ladi, ¿no son preciosas?
Ladilla le dijo que sí, que eran preciosas y debe haber sido la única vez que su apodo, reducido por el afecto, me cayó simpático.
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