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Historias mínimas: El hombre del peaje

En el puesto de peaje, a metros de General Madariaga y antes del cruce para Pinamar, está ese hombre, la camisa azul, tirando a calvo, los ojos que se escurren detrás de los lentes. Todos los días, de lunes a viernes, adentro de su cápsula, en su burbuja, como un astronauta pero sin el silencio cósmico.

Para quien se detiene allí, en esa breve transición de la ruta, ese hombre no tiene nombre, ni historia, es apenas una cara más que se diluirá en medio del viaje.

Ese hombre ha de estar ocho horas ahí, inmerso en el sucucho vidriado, subiendo y bajando una barrera -si es que ese procedimiento ya no responde a un sensor automático, si es que ya no depende de su voluntad-, recibiendo un billete y entregando un ticket.

Ese es todo su trabajo. Está ahí y debe ser por el gusano del óxido de la rutina que lo viene triturando por dentro que ya no saluda al conductor que se detiene en su puesto. No dice ni buenos días ni buenas noches ni buenas tardes. No habla.

Otros saludan, sí; los menos sonríen, pero él no. Y no tiene por qué hablar, no le pagan para eso.

Ese hombre no sabe que tiene los días contados. Que un día el gusano feroz que lo corroe de adentro hacia afuera, que le va triturando órganos, músculos, alegrías, ilusiones, terminará por devorarlo (se deprimirá, o se hará linyera, o se pegará un tiro, o se entregará a la bebida, o las decenas de variantes de la cuesta abajo, o se resignará al piloto automático del vegetar que lo puede postrar, tal como está, hasta el fin de los tiempos, es decir hasta la jubilación); o que otro día -que es su gran terror- la empresa concesionaria del peaje eliminará al humano de ese puesto y una máquina hará su trabajo, mecanismo que llegó incluso bastante antes que la Inteligencia Artificial.

Pero, paradójicamente, si tomamos en cuenta el sesgo de infelicidad que exuda su aura, ese hombre sólo desea que ese día no llegue, que la máquina atroz no se instale para que las cosas funcionen por sí mismas, que sólo sean los viajeros, esas concretas personas de siempre, las que se detengan para pagarle el peaje.

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