Historias VOLVER
De modo que estoy soñando pero que -en el colmo de la dialéctica- no estoy soñando con imágenes, con una acción, una escena, sino soñando con un fragmento, con una frase, con la frase, más precisamente, que elegí, en el sueño, para empezar una novela. Me despierto sobresaltado y recuerdo la frase de punta a punta. Voy a la computadora y la escribo:
Eran días espléndidos, teníamos veinte años, no teníamos pasado, íbamos a los recitales, tomábamos café en el bar El Cisne hasta las cinco de la mañana, queríamos ser artistas, todos fumábamos. Y sin embargo, éramos tan desgraciados.
Y después que la escribo, aún asombrado no por la calidad estilística de la frase (que me resuena vagamente al comienzo de Historia de dos ciudades de Dickens), sino por el hecho de soñar una concatenación de palabras, una idea, letra por letra, me pregunto de dónde ha venido todo eso. Porque se sabe que los sueños no nacen de un repollo. El inconsciente trabaja a gusto con esa sucesión de recuerdos, o de hechos o de episodios, más distantes o más lejanos, que se alojan en la caverna de nuestro cerebro, por decirlo así.
De aquellos días espléndidos donde, paradojalmente, éramos tan desgraciados han pasado cuarenta años. Si hubiera que explicar lo espléndido y lo desgraciado, tales opuestos sucedieron en aquel estado de gracia llamado juventud. Para explicarlo aún más: no es que todos los jóvenes de aquel tiempo fueran desgraciados en sus días espléndidos. Nosotros sí lo éramos. Y esa primera persona del plural habita aún, en mi memoria, una mesa de El Cisne, que era el bar de los artistas, cuestión que presupone la primera condición del arte: ser un desgraciado. Pero no lo éramos porque soñábamos (o creíamos ser) artistas, sino por razones que algunos podrían tipificar como pedestres y/o profundas: estábamos en ese mismo momento a contramano del orden social, en un pueblo -año 82,83- donde usar un morral, calzar zapatillas, y vestir un jardinero era no sólo contracorriente sino peligroso. Por eso cuando en el 83 apareció el escritor Dipi Di Paola, que venía de Buenos Aires en su regreso casi definitivo a Tandil, muchos de nosotros nos empezamos a sentir un poco menos solos, menos desgraciados, condición ésta a la que también debe agregarse como un karma la soledad, el rechazo amoroso, en fin, todas esas cuestiones que en la adolescencia o en la juventud nos acercaban, tétricamente, al Murallón del Dique.
Sin embargo, no he explicado lo que detonó, supongo, el sueño. La frase de una novela onírica. Y creo haberla encontrado rastreando un primer posteo que hice hace un par de días. Publiqué en Facebook una historia con una foto de Camilo Borga, poeta, personaje surreal, que un día aterrizó por Tandil, en el centro, de pantuflas, piyama y poncho, y entró al Ideal y le pidió al Negrito Rivarola un "café cósmico". Ante el desconcierto de tamaña figura, se lo creyó un sobreviviente de la tragedia de los Andes (el imaginario colectivo no se andaba con chiquitas). En esa foto Camilo estaba entrando al escenario para recitar el poema "Muchacha" en el Auditorium. Aparecían, de espaldas, con la viola José Islas, con el bajo Esteban Berrozpe.
El segundo disparador del sueño fue que hace unos días murió José Ramírez. ¿Quién era? Era el encargado de El Cisne, la mano derecha de Honorio Vergel, en aquellas noches de tan intensa y desgraciada felicidad. José nos conocía a todos, sabía lo que cada uno iba a tomar y estaba lejísimo de las veleidades artísticas de esa mesa donde la bohemia roquera que leía a Cortázar y a Kafka trataba de sobrevivir con la misma dignidad con que las únicas dos travestis del pueblo, la difunta Marcela y su amiga, habían soportado las pedradas y las escupidas de una manada de asnos machistas y horribles que una noche las emboscaron, precisamente, en la puerta de El Cisne. Sé que para las generaciones jóvenes, millennials y centennials (y ni hablar para la Generación de Cristal, hoy de 17-20 años), todo esto que cuento parece de ciencia ficción, hechos inverosímiles de una civilización perdida.
Creanmé que es cierto. Eran días espléndidos y éramos tan desgraciados.
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