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Historias mínimas: El otro Fideo

Por instinto literario tenía la certeza de que ningún tipo al que le clavaran el apodo de "Fideo" podía ser feliz en la vida. El apodo no es cualquier cosa, eh. Todo el mundo sabe que cuando viene el apodo, si es eficaz (y por lo general lo es) el apodo borra al nombre.

Con Angelito Di María me pasó algo así cuando empecé a verlo jugar. Para colmo del apodo, su estilo, digamos. Desgarbado, medio doblado hacia adelante, una cara que no es Brad Pitt, precisamente, en fin, sabemos que un jugador de fútbol no tiene que ser un galán, pero en la era de la imagen andá a discutirle la pinta a David Beckham. En fin, Di María, con esa onda Patoruzú, fue de menos a más y ahora todo el mundo lo quiere y aun nos cuesta pensar que no lo veremos más con la camiseta albiceleste al lado de Messi, al que también le va quedando poco pero esa es otra historia.

El tema es el Fideo, ese apodo rotundo, que perfora el oído, que cuando se dice por primera vez ya sabemos, por su eficiencia demoledora, que se quedará para siempre. No es, al menos para quienes gustamos de la belleza de las palabras, un apodo feliz, aunque casi ninguno lo sea.

El Fideo de mi historia iba al San José, colegio pródigo, como ya saben, en producir severas infelicidades (aunque también, digámoslo todo, unos cuantos días felices). Era del campo, de La Pastora o algo así, y parecía una aguja doblada. El agujero de la aguja era la cabeza. Y una cara tristona, un esqueleto frágil, una palidez que a uno le costaba asociar la dureza de los amaneceres y las tareas en el campo con la escasa vitalidad del Fideo Salvatierra.

Como era largo y alto se sentaba en los últimos bancos, que debería ser la única ventaja que tenía. Al apodo se lo encajaron el primer día nomás, y como en aquellos años el bullyng no tenía prensa, pasó lo que tenía que pasar: el Fideo debió sortear la prueba de la hombría. El examen se rendía "a la salida", proverbial frase-emblema donde dos varones del San José debían dirimir por cualquier estupidez, a las trompadas, la vaga noción del honor. El que empezó a hincharle las pelotas al Fideo fue un chistoso corpulento que acá voy a llamar Roberto, cuya masa encefálica era inversamente ¿o directamente? (nunca me quedó claro esa ecuación matemática) a su inteligencia. Bueno, quiero decir que el grandote era un nabo. Pero claro, a los quince tenía la ventaja del porte físico, dos manos como sartenes y una probada fama de piñazo sanguinario.

El final ya se lo imaginan. Un círculo de blazers azules se formó en un cantero de la plaza. El grandote soltó una risa idiota y avanzó hacia su presa. Fue una sola piña que aún hoy no sabemos de dónde salió, como un resorte automático, un puño que viajó a la velocidad de la luz desde La Pastora hasta la plaza y se estrelló contra el ojo del grandote que se vino abajo como una puerta vieja, más noqueado que sorprendido, y el silencio helado de todos nosotros que no sabíamos a quién mirar: si al grandote desparramado en el pasto del cantero, con el ojo reventado, o al Fideo que lentamente se puso el blazer, se acomodó el nudo de la corbata y sin decir una sola palabra empezó a volver al colegio porque los viejos lo habían metido pupilo y si los curas se deban cuenta de que se había rajado le iban a caer unas cinco amonestaciones.

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