AGUAFUERTES VOLVER
A María y Patricio.
Antes, hace mucho ya, unos trece, quince años, en esos días donde uno era, pongamos, más joven, pero no tan joven, digamos que uno era más joven porque sus padres estaban más viejos, vivos pero viejos, antes, decía, uno -pongamos el que escribe- veía a sus padres, a su madre y a su padre, en el centro, al menos dos veces a la semana, o tres, en un bar, juntos, tomando un café.
Antes, en vida de esos padres, uno no tenía demasiada idea de lo que tal cuestión significaba. No es que uno se quedara en la superficie de las cosas, un matrimonio de más cincuenta años -donde, por lo mismo, todo está dicho, pensando y sobre entendido- juntos en un bar como en cada otro acto de sus vidas. Juntos, en silencio, mi padre con un café, mi madre con un cortado. No es que sólo registráramos ese hecho físico, por decirlo así, o social, o de usos y costumbres de un matrimonio. Uno, digamos, valoraba en silencio, con una secreta alegría, ese encuentro. El de un hombre y una mujer que han jurado estar unidos hasta que la muerte los separe tomando un café, silenciosos, después de hacer trámites, pagar cuentas, cobrar la jubilación. Pero uno, a esto voy, no tenía plena y absoluta conciencia del milagro de ese café. Como a tantas otras cosas, lo perdido se hace oír cuando esas voces ya no se escuchan.
Antes, en los días que hablo, en los años que todavía vagan, sinuosos, febriles, inabarcables, los recuerdos, en los días en que ya habíamos advertido largamente que nuestros padres habían empezado a entrar en esa ciénaga sombría que llamamos vejez, pero que todavía se mantenían a flote, dignos, de a pie, lentos, en la calle, incluso haciéndole frente a la crudeza del invierno, abriendo la puerta del bar, primero mi madre, después mi padre, eligiendo una mesa, la de la ventana, y el mozo que ya los conocía, porque quien va por lo menos dos o tres veces por semana a cafetear al mismo bar recibirá esa distinción: cómo le va, don Simón; cómo le va, Mariquita, entonces, antes era así.
Vaya a saber cómo hicieron pero lo hicieron. Está claro que lejos estuvieron mis padres de ir juntos algo más de cincuenta años por la orilla de esa playa que burdamente se conoce como playa felicidad. No. Fueron, como todos, hijos de su época, de sus crisis, de sus mandatos, y así, también casi todos, actuaron y tomaron sus decisiones. Y llegaron así, cumpliendo el ritual de aquel café, hasta la última línea del horizonte, a esa edad de la vida donde tal vez el diamante del amor sea el brillo de lo apacible, el sosiego del café que, por ejemplo, cada mañana, entre las ocho y media a nueve de la mañana, observo en una mesa del bar Antonino con el señor y la señora de la tintorería, hechos de ese silencio ancestral que me recuerdan las diecisiete sílabas de un hermoso haiku japonés, un haiku específico de Matsuo Bash, tal vez el poeta del Japón más conocidos en Occidente:
La primera nieve
Las hojas de los narcisos
apenas se inclinan
No hay nieve ahora, pero es casi lo mismo. Es la nieve del último tramo del vivir. Y allí están, sobre la mesa de Antonino, las hojas de los narcisos apenas inclinadas sobre el diario que leen, en un sagrado silencio a dos voces, cuando la mañana se termina de despertar y ellos seguirán allí un rato más, hasta que se haga la hora de ir a trabajar.
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