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En lo más hondo y recóndito de la caverna de su cerebro, Joe Biden busca el último rastro de lucidez, como se busca una huella en la nieve dentro de la inmensidad de la montaña.
Ayer nomás confirmó que viene de mal en peor, después del debate catastrófico contra Donald Trump. Biden tiene 81 (o algo así) y Trump 79 (o algo así). Sin embargo, el tema no es la vejez sino cómo se llega a ella.
Al lugar común -pero irrefutable- de que el tiempo es cruel, se le puede contraponer la lógica del cambio en la expectativa de vida. Antes, digamos en la época de nuestros padres, ellos, los viejos, eran viejos a los cincuenta. Basta ver esas fotos en blanco y negro, basta ver aquellas imágenes en la plenitud de un hombre o una mujer en ese escenario que por reflejo automático resulta la vitalidad misma: la playa, el mar. A mitad de la vida, por lo general estaban fusilados.
Ahora las cosas cambiaron. Los sesenta de hoy son los cuarenta de ayer y así sucesivamente. Pero: Houston, tenemos un problema. Y el problema es la biología psíquica de Biden, por decirlo de un modo elegante. Ayer, en la cumbre de las potencias y después de apoyar fuertemente a Ucrania y denostar a Putin, llamó al mandatorio ucraniano, Zelensky, con el inolvidable "presidente Putin". Así Trump la tiene servida.
Dicen que hablar en público es -junto con el quirófano y el divorcio, en ese orden- parte de la trilogía más estresante.
Su nombre -el nombre del hombre que ahora evoco- se perdió en la hojarasca de la historia. Era un dirigente agropecuario y, claramente, un hombre no habituado a los discursos. En 1997 debió dar uno, en el ya de por sí intimidante Salón de Usos Múltiples de la Cámara Empresaria. Cualquiera que tiene que dar un discurso y no va a leer sabe que hay dos ejes básicos que debe tener en la cabeza: el arranque y el final. Un chiste en el medio suele estar en el menú, tradición que parece venir de Estados Unidos.
El dirigente superó discretamente el mal trago del discurso hasta que llegó al final. Entonces se hizo evidente que no había pensado el cierre, así que estuvo diez minutos sudando la gota gorda, con rodeos, idas y vueltas, ripios y repeticiones, sin que su cerebro conectara la despedida. Se empezaron a escuchar murmullos de incomodidad en la sala. Finalmente, el hombre abrochó el discurso como si estuviera escribiendo una carta: "Señoras y señores, sin otro particular los saludo muy atentamente", dijo, y algunas risas, tal vez de alivio, se escaparon en la penumbra del auditorio.
Peor la está yendo a Biden. La última fase del viejazo no perdona.
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