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Todos, tarde o temprano, vamos a parar a una mesa de saldos. Pero no sólo los que hacemos libros. Todos, cada uno en lo suyo. Cada cosa que el tiempo demuele hasta convertirla en otra. La remera que deviene en trapo; el elegante reloj que colgaba orgulloso del bolsillo del traje del abuelo y ahora está en el museo, en un cajón perdido o como mero artefacto decorativo en la biblioteca. Un neumático impecable y con todos los dibujos termina, cincuenta mil kilómetros después, arrumbado en un rincón de una gomería. Llegar a la categoría de saldo prefigura un derrotero inevitable. Eso les digo, mientras pido un café doble, porque es doble el frío que me trae de la calle, al Tucu y a Roque, a quienes nada ni nadie, ni siquiera la antártica temperatura que nos escarcha, los mueve de su mesa del bar.
-Sonamos, llegó el pesimista -dice el Tucu, que no soporta la reflexión que acabo de pronunciar, que venía a cuento por el libro que encontré ayer en la feria del libro usado del Salón Danés.
-No tan pesimista. En cierto punto tiene razón -Roque no deja de revolver la cucharita dentro del pocillo de café, con esa minuciosidad obsesiva que vaya a saber desde cuándo lo acompaña-. Nada es eterno, eso pensaba el otro día mirando a Messi, o si preferís a la sombra de Messi en su partido con Ecuador.
-Estaba lesionado -dice el Tucu y agrega-: Y tenía miedo, es lógico, a romperse de nuevo.
Roque prefiere no decir nada. Está claro a dónde apunta. Qué será de todos nosotros cuando Messi, con las propias lesiones que produce la edad, con el devenir biológico, digamos, también vaya a parar a la mesa de saldos.
-Estás equivocado. Los grandes son grandes por eso: porque nadie se desprende de ellos.
Tal vez el Tucu tenga razón, aunque en el fondo estoy señalando otra cosa a modo de pregunta pertinente: ¿qué haremos, entonces, cuando ya no esté en la cancha? Ir a la mesa de saldos de YouTube, buscar sus goles, sus mejores jugadas, ese deslizarse por la cancha como si su botín y la pelota fueran una misma cosa. Algo así escribió Galeano y no tengo a mano a Míster Google para citarlo textualmente.
Roque permanece callado. Afuera el frío hace su trabajo de demolición suspendiendo las caras y los pasos de la gente en una trama helada y blanca, como un telón fantasmagórico.
Pienso ahora en las horas y los días y las noches que Alice Larsen de Rabal pasó bajo la luz de la lámpara traduciendo del danés al castellano el original de las memorias del pionero Juan Fugl, en sus ojos casi quemados, en su letra pequeña, en las lapiceras que agotó hasta completar el manuscrito. Pienso en las 500 páginas de ese libro que cuenta mejor que nadie la historia del siglo XIX en Tandil. Pienso que ayer ese libro que editó el Banco Comercial en 1985 -y que por otra parte se encuentra agotadísimo- estaba en una mesa de saldos a diez mil pesos. Pienso que alguien decidió desprenderse de él y que al día que lo hizo ya no le quedó más nada en las manos, ni siquiera el atajo de abrir YouTube para mirar los goles que hizo Messi en la plenitud de su magia.
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