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Lo negado, lo afirmado

Ustedes, seguramente la mayoría, no conoce Rivera, y si lo conocen es por el crack del Turismo de Carretera, el pibe Todino, que desde hace unos pocos años la puso en el candelero de la televisión. Rivera es un pueblo muy pequeño que está en la provincia de Buenos Aires, pero casi lindante con La Pampa. Nosotros decimos La Pampa y nos imaginamos algo lejos, muy lejos, tan inabarcable como la pampa misma. Bueno, Rivera está lejos pero una vez que se la conoce, que se la camina, el pueblo se adentra en la palma de la mano. Un rasgo que se mantiene desde siempre: a las siete de la tarde la vuelta al perro de los vecinos se hace en auto, a 20 por hora, y la sensación -si uno va detrás en su coche- es que ese movimiento intenta retrasar el pulso del mundo, enlentecerlo en un ritual agónico, como una burla al vértigo.

Ustedes también a esta altura se deben estar preguntando a qué viene todo esto. A dos cuestiones que suelen pasar en esos lugares mínimos, si tomamos la vasta geografía de Argentina, con quienes los habitan. O mejor: con quienes los habitan y un día se van. Y también con los que se quedan.

Empezamos por lo que -de no haberlo negado- habría sido la eminencia intelectual de Rivera. Me refiero al escritor Noé Jitrik. Fue un gran crítico literario, docente, autor de novelas, ensayos, cuentos, y director de una obra impresionante: la Historia crítica de la literatura argentina. Tal es el grado de ajenidad con su pueblo natal, que si uno va a Wilkipedia resulta que Jitrik nació en una ambigua y también inabarcable "Buenos Aires", como si fuera lo mismo el conurbano, por decir algo, que la costa, la sierra o cualquiera de los más de cien partidos que componen la provincia. Hay que buscar un poco más para enterarnos de que Jitrik nació en Rivera en 1928 y murió en Colombia en 2022. En el medio de esa vida hasta estuvo nominado al Nobel de Literatura.

Lo mejor viene ahora: encontré de casualidad un largo texto de Jitrik, plenamente descriptivo, donde habla de "el pueblo donde nací", y en el que explica con minuciosidad y esa pluma sólida que tenía cómo era la casa paterna donde leyó sus primeros libros, cómo eran las calles, su barrio, la estación del tren, la gente, en fin, un texto de sus días de infancia en Rivera. Un texto iniciático donde lo que sobra es memoria, pues los detalles narrados son asombrosos. Después Jitrik se fue, como tantos, pero ya todos sabemos que la infancia es la patria del hombre, y lo llamativo -aunque no tanto- es que en ningún momento de ese relato Jitrik escribe el topónimo Rivera. No lo enuncia, ni siquiera lo sugiere por aproximación geográfica o elipsis narrativa. Es decir que, por omisión, lo niega. No hace el procedimiento de Juan José Saer cuya idea de "zona" de escritura es todo el litoral santafesino, y aunque en sus novelas se refiere a "la ciudad" cuando habla de Santa Fe, hay una sistemática referencia al origen. Por ejemplo, en su ensayo El río sin orillas, donde le pone nombre y apellido a las cosas, cita un desembarco de una carabela española en Serodino, su pueblo natal. Por el contrario Jitrik, en ese extenso testimonio que leí, que hablaba de su infancia, mueve una pieza nada inocente en la pluma de un escritor: invisibilizar su punto de partida. Rivera no está ahí, vaya a saber por qué y ya es muy tarde para preguntárselo.

Como contrapartida, un grupo de entusiastas riverenses, encabezado por José Dujovne y la fotógrafa Elizabeth Chernischuk, que ofició de curadora del libro, editaron hace unos meses un libro hecho con la materia prima más pura del pueblo: fotografías del pasado. El libro se llama Aquellos años. Con el subtítulo de Rivera entre fotos y letras, porque también cada imagen tiene un texto-epígrafe muy bien logrado en su originalidad, a cargo de Marcelo Gabay, y la edición es el resultado de una gestión que viene realizando el Archivo Audiovisual de Rivera.

Vi algunas páginas que estaban empezando a tomar su forma final en el momento del diseño, y luego seguí desde lejos la trayectoria del libro impreso, es decir de la línea de tiempo de todo libro que se materializa y que va pasando de lector en lector, de acto en acto, hasta llegar a la Feria del Libro de Buenos Aires y luego volver a Rivera y presentarse ante vecinos que hacía mucho que habían partido del pueblo pero que siempre volvían al son de la máxima de Atahualpa Yupanqui: que un hombre debe ser un ciudadano del mundo, pero que todo hombre tiene su vértice, en este caso el vértice es Rivera, como en tantos casos de acá a la vuelta, y para citar al más célebre, el ilusionista René Lavand, que explicaba con ese silogismo de Yupanqui por qué conoció el mundo a través de su arte y siguió viviendo en Tandil.

Lo que vi de ese libro es un espléndido relato a dos voces: lo visual, lo literario, fotos de sitios y gentes que van desde prácticamente el minuto cero de Rivera hasta la década del 80, esa década donde casi todos los pueblos y ciudades empezaron a presentir las vísperas de la modernidad. En el libro, entonces, está la patria de aquellos abuelos, de aquellos padres y de aquella infancia de tantos, en Rivera, durante aquellos años que no sólo no se invisibilizan, no se niegan, no se esconden, sino que se celebran con un libro hecho a pulmón, talento y mucho corazón bajo la idea de un concepto que resiste la arrolladora globalidad que pretende uniformarlo todo: contar la identidad como una forma de defenderla sin lugares comunes, sin regionalismos fáciles y sin negar la historia. Jitrik no alcanzó a verlo.

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