Ayer pasó otra cosa y en otra verdulería de barrio, rubro que parece haber crecido exponencialmente al ritmo de la recesión.

Una señora mayor espera su turno. Un pibe atiende. Debe ser, por deducción básica, el hijo del dueño. Las verdulerías tienen a ser comercios de familia.

La señora compra manzanas, naranjas, papas, batata y tomates.

Cuando va a pagar repara en que se ha olvidado de algo.

Me olvidé el perejil, dice.

El chico le pregunta cuánto quiere.

La mujer dice un poquito. Porque el perejil está definido por su naturaleza de condimento, es decir por su minimalismo. San Agustín decía: Deseo poco y lo poco que deseo lo deseo poco. Bueno, eso pasa con el perejil. Con un poco, un poquito, alcanza.

De allí entonces que en tiempos pretéritos -tiempos en que el chico que atiende no había nacido- la planta de perejil era considerada como el vehículo de la gentileza. De la coloquialmente llamada yapa.

El perejil, como sabe la mitad más uno de los lectores que están leyendo esta historia mínima, se regalaba. Un gesto que respondía a una tradición de las verdulerías de antes.

El adolescente no lo sabe. Envuelve ese poquito de perejil en un papel de diario y lo cobra. La señora, que ya sabe largamente que el perejil hace rato ha dejado su categoría de yapa, saca un billete y lo paga.

La señora piensa en ese instante lo que yo pienso. Y lo que pensamos todos los que pertenecemos a la civilización perdida, la Tierra Analógica. Piensa eso mismo: que ahora no hay yapa que valga. Que tal vez ese chico ni siquiera debe conocer que la palabra yapa proviene del vocablo quichua, que significa añadir o aumentar, y que en Argentina se entendía como regalo o propina.

Ahora los perejiles somos los que añoramos la yapa del perejil.