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1º de julio de 1974

Hace hoy cincuenta años de aquello. Yo tenía trece años y estaba en primer año del secundario en el Colegio San José.

A eso de la una o dos de la tarde, vagamente encuentro esa hora en mi memoria, la puerta del aula se abrió y entró el profesor de matemáticas. Siempre iba empilchado de saco y corbata y su humor, como es justo recordar, dependía en cierta manera -sobre todo los lunes- de cómo le había ido a Boca el domingo.

Roberto Molina era joven entonces. No llegaba a los cuarenta años. Su hija Miriam, que conocí mucho después, me precisa la edad: apenas 36 años. El profesor había aceptado con serena hidalguía, como se aceptan los horribles apodos que de prepo los otros nos encajan, que todo el mundo lo llamara "el chancho".

Así que entró al aula, se paró en el centro exacto entre las dos paredes, al pie de la tarima, de espaldas al pizarrón, con las manos entrelazadas, y compuso un silencio grave. Todos nosotros, como era costumbre cada vez que llegaba el profesor, no habíamos puesto de pie, al lado del banco, para saludarlo. Su voz sonó solemne y algo apagada, ajena a los enunciados de su materia. No es lo mismo decir polinomio que decir muerte. No es lo mismo. Sobre todo porque él, Roberto, ya sabía lo que era la muerte. Nosotros, sus alumnos, tan jóvenes, apenas si estábamos empezando a conocerla. A Gregorio, un compañero, se le había muerto el padre en esos días. El Coquito, el cura más perverso del colegio, había entrado al aula, lo había llamado a Gregorio y le había dicho algo al oído, en medio de un silencio glaciar. Tal vez intuimos lo que pasaba, como se intuye a esa edad el filo helado de la tragedia.

Otro padre, el padre de los trabajadores, por decirlo así, acababa de morirse ese primero de julio, y Roberto Molina lo enunció con estas textuales palabras:

-Señores: ha fallecido el Presidente de la Nación. Nos vamos a retirar del colegio.

De modo que juntamos los útiles, nos levantamos en silencio, bajamos las escaleras y nos fuimos despacio, sin decir una palabra.

Hacía frío, el mismo frío de estos días, el frío de cada invierno, y las últimas hojas de los árboles de la calle Centenario (todavía no habían cometido el crimen de cambiarle el nombre que conserva hasta ahora: Fuerte Independencia), las hojas amarillentas de aquel otoño ya en retirada, crujían bajo las suelas de los zapatos de esa legión de pibes de blazers azules y pantalones grises que volvían a sus casas con la noticia de la muerte de Perón, aunque no sé qué tan muerto estaba pues cuando pasé por la comisaría primera, de adentro sonó un grito roto por la amargura: "¡Viva Perón, carajo!", dijo alguien y su voz quedó vibrando en el aire gélido mientras yo pasaba por el frente de la casa de los hermanos Talamona, de la familia de Totín Leonardi, de la casa de Tilo Anderson, el papá de mi amigo Guillermo, que arreglaba los televisores del barrio, y de las chicas de Pavioni, las tías del disc-jockey Martín Compás, quien se habría de suicidar once años después.

Aquel día, a mis trece años, todavía estaba un poco lejos de entender qué había significado ese grito y esa muerte. Medio siglo después sigue resonando la voz del profesor Molina, que tampoco ya está en este mundo, sigo recordando una por una las caras de mis compañeros, banco por banco, fila por fila, los presentes y los ausentes, y de vez en cuando se me aparece en el oído el timbre neutro, mecánico, de un preceptor que pasa lista de la a hasta las zeta, y cada apellido suena igual que entonces aunque ya nada es lo mismo.

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