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No fue magia

Margarita abre el papelito y lee el número. Lo dice con énfasis, su voz vibrante, una voz que juega con el número, la voz de una niña de diez años, ¿recordará ese instante en el futuro? No lo sabemos, pero como nació en la civilización post analógica, sus padres tendrán guardado ese momento.

Margarita dice "¡52! y en apenas segundos un cliente se levanta de su mesa, feliz, porque (justo él que nunca saca nada, por fin la pegó, dado que la vida es así: la inmensa mayoría de la gente nunca ligamos nada en un sorteo). Entonces la suerte le ha hecho un guiño, la suerte, tan esquiva para esas alegrías momentáneas, para esas felicidades chiquitas, está con él, esa noche, en esa antigua casona de San Martín y Santamarina, esa casona que tiene también sus secretos y su leyenda -la Leyenda del caballo rojo, que algún día voy a contar- y sus datos de color, como por ejemplo que en donde hoy funciona la cocina de Tierra de Azafranes, en ese mismísimo lugar, bajo ese techo y entre estas paredes, nació un bebé que al cabo del tiempo se convertiría en médico, el cirujano Héctor "Quique" Bellagamba. Lo que parece una digresión en esta nota no lo es: seguramente quienes lo conocieron pueden dar fe de la pasión por la cirugía de Bellagamba, de que para él la vida tenía su más completo sentido dentro del quirófano, y de lo que le costó dejar su delantal en el locker del quirófano del Sanatorio.

Entonces el tema, que empezó con la suerte, con el cliente llevándose una botella de la línea Sauvignon blanc, sigue con la pasión, ese combustible inmaterial pero tan visible, ese motor interno, intangible, que permite, por ejemplo, que los 120 comensales presentes en el lugar para la presentación del flamante vino de la casa, tengan seis copas por cada persona. Con tres alcanzaba y sobraba, pero el creador de Tierra de Azafranes consideró que esa noche (y todas sus noches) ameritaba poner la vara aún más alta de lo que está, incluso más alta para sí mismo, y el día anterior pudimos verlo en su auto cargado de cajas en las cuales llevaba, del sótano de su casa a Azafranes, las 700 copas con que brindaría la concurrencia a través de los cuatro pasos de la degustación.

Después de Margarita toma el micrófono Jazmín, su hermana de siete años, que sigue con el sorteo y otra clienta, sorprendida por su buena fortuna, va en busca del regalo, sonriendo, una botella de la línea Malbec, mientras la noche avanza hacia el momento más importante: la presentación del vino de Tierra de Azafranes, con la presencia de Ricardo Núñez, ingeniero agrónomo y propietario de la bodega mendocina Albaflor, ubicada en Valle de Uco, en la localidad de Vista Flores.

Hay detrás de este vino un laborioso proceso que llevó tiempo, inversión, viajes, en fin, la pasión en su estado puro. En una grajea que suelta Núñez al público se advierte por qué se lleva tan bien con Riki: es altísimo su nivel de exigencia. Lo sabemos cuando dice que en "seis o siete años" el vino tocará su perfección. El vino es cosecha 2022 y llevó dieciocho meses en roble; es un blend con cincuenta por ciento Marloc y cincuenta por ciento Malbec. Nueve meses demandó el diseño y realización de la etiqueta pintada por Patricia Rizzardi, que refuerza en todos sus matices la identidad del lugar, una caja para guardar y un texto que explica el camino que debió recorrer esa botella para llegar a las manos del cliente, el vino de Tierra de Azafranes se representa a sí mismo con el sabor propio que Azafranes alcanzó, en sólo quince años, para convertirse, casi, en un topónimo de la marca Tandil, una ventana hacia afuera que expone calidad, excelencia y prestigio. No hay agencia de marketing que pueda inventar tales atributos.

Nada de lo que está ocurriendo esa noche ni de lo que viene sucediendo desde el pasado se corresponde ni con la suerte ni con la magia. Hay, en esencia, un credo de fe en el trabajo y en la exigencia, es decir en la entrega. Riki Camgros, que inventó Azafranes y Paz Vázquez, que se unió poco tiempo después y funciona como su alma gemela, saben que tal vez la única cuestión que podrían adjudicarle a la suerte -o al azar- es haberse conocido, ellos, una noche, y seguir juntos en todo lo que vino después. Del Azafranes en miniatura de Constitución y Fuerte Independencia, a la Tierra de la casona levantada en 1905 que tiene toda la mística que ellos supieron darle. La mística también -o sobre todo- se trabaja, se construye. Luego llegó el libro (primer restaurante de la ciudad en tener un libro con su historia), unos años después la Tienda y ahora el vino. Es obvio que no fue casualidad. Que para llegar a la noche del jueves pasado, el día anterior el tipo que inventó la arrocería después de aprender todos los secretos de la cocina mediterránea en España, cruzó la ciudad con 700 copas arriba del auto. Tranquilamente podría haber delegado ese trabajo, pero todos sabemos también cómo funciona la pasión, ese estado de gracia privativo de unos pocos.

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