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Las lágrimas y Juan José

Notas para el taller: esta mañana una chica -de doce a trece años, algo así- con su uniforme del Colegio San José viene llorando por la vereda de Maipú. Su padre la abraza y trata de consolarla. ¿Hay una historia allí? Seguramente para la Gran Pretenciosidad Literaria no hay nada más que eso: una chica que llora. Pero no cuesta nada, sin tener la menor idea del antes y el después de esas lágrimas, escribir sobre la cuestión.

Tema: una chica que llora. Trama: el devenir de los hechos que sucedieron hasta que uno tropezó con esa imagen, la chica en lágrimas, el padre abrazándola.

Podría ser lo que ya es una nefasta tradición y ahora se dice y antes se callaba: maltrato escolar. O de sus compañeros o, por qué no, de algún docente.

Podría ser una nota condenatoria, una prueba (suponiendo que en el secundario todavía haya pruebas escritas o exámenes orales). Podría ser que la chica sacó la hoja (porque el terrible "Saquen una hoja" nos parecía que llegaría a la posteridad delos tiempos) y que al momento de escribir se bloqueó. Pero, ¿ese conjetural desaprobado amerita las lágrimas? Recordemos, entonces, que la chica es una preadolescente o una adolescente sin más, intransferible y a menudo desgraciada etapa de la vida donde cualquier golpe duele diez veces el triple de los golpes que vendrán.

Podría ser eso que nosotros, por mera intuición, no podemos acertar en el aire, con la sola imagen que cruza, desolada, bajo la garúa, la calle Maipú. Pero aparece, con toda su obviedad, una primera conclusión: hay una historia. Y una segunda en perspectiva (algo que la chica todavía no sabe) es irrefutable: las lágrimas dejan su huella. Y pasarán cinco, diez y hasta cuarenta años que esa huella persistirá. Sigamos.

En el mes de enero decidí escribir una novela que era un cruce entre la novela familiar y la novela policial. Un homicidio en legítima defensa unía ambas cuestiones. La concluí en cuarenta días pero necesitaba ir al lugar de los hechos, un campo entre Madariaga y Pinamar, donde en 1956 había ocurrido el crimen. Necesitaba ver el lugar donde su produjo este episodio cismático para dos familias, la del hombre que mató y la del hombre muerto. Recurrí entonces a la memoria familiar. Viajé a Madariaga y lo llevé a mi primo Juan José "el nene", de 82 años, hasta la vera del campo donde había sucedido el homicidio, procurando que su memoria detectara aquel aquel sitio del paraje El Platino, ubicado a 12 kilómetros de Pinamar. Fue en vano: casi setenta años después todo el paisaje había cambiado. "No me acuerdo, no veo bien de este ojo", me dijo mi primo, lamentándose. De vuelta a su casa me contó una historia de su paso por el Colegio San José, del que fue pupilo en la década del 60. Había una carrera de Turismo de Carretera en Tandil, el domingo, pero mi primo se había peleado con un compañero y el director del colegio, un cura, lo había amonestado dejándolo adentro el fin de semana, en el cautiverio del pupilato. Mi primo le contó a mi padre, que lo adoraba, lo que había pasado: se iba a perder la carrera.

Mi padre, enfurecido, fue hasta el colegio y lo demás es predecible dado el carácter volcánico de Simón El Hage y su tendencia a la desmesura. Parece que bastó que lo mirara con sus ojos de fuego al director y que le dijera "¿Bor qué osté no la va a dejar ir a mi sobrino a la carrera?", para que de inmediato el cura le levantara el castigo.

"Pero ese día, cuando iba a verlo al tío Simón, lloré porque me perdía la carrera", me contó Juan José, en el auto. Tenía entonces catorce años, una edad más o menos aproximada a la chica que hoy salió llorando del colegio, abrazada de su padre.

Con mi primo Juan José nos reímos de aquella anécdota. No sabía que esa iba a ser la última vez que lo iba a ver, pues moriría dos meses después. Nos reímos, es cierto, pero creo que ambos sabíamos de la memoria del llanto: hay lágrimas, muchas, que jamás se podrán olvidar.

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