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Otras caídas: del Firpo al Gaucho Negro

Están ahí, como cada mañana. Ya han leído el diario, ya tomaron la primera y ahora única ronda de café (llegó el ajuste), ya el Tucu y Roque aparecen, borroneados, al otro lado de la ventana del bar, algo difusos, como metidos para adentro por el frío.

-¿Y cómo será? -dice el Tucu.

Roque se toma un rato para responder. Últimamente viene pensando que no tiene respuestas para cualquier cosa, que ir yéndose lenta pero de forma irreversible hacia la vejez -todavía le falta, pero hacia allí va, como todos- debiera convertirse en un modesto tránsito hacia la sabiduría.

-Supongo... -dice pero no termina la frase.

Le molesta que el Tucu esté como distraído, como haciendo el arqueo contable de los colectivos que van a pasar o no van a pasar, porque hay paro nacional y como se sabe una de las claves del éxito o el fracaso de cualquier paro -y en cierta manera de que el mundo funcione- es que el transporte adhiera o no.

-Dale, te escucho -dice y vuelve la vista a su amigo.

-Supongo que como cualquier caída -dice Roque.

En la víspera un vecino se cayó a un sótano del Bar Firpo, algo que no parece muy común en el rubro caídas. Debieron rescatarlo con un sistema de poleas y una camilla aérea.

-¿Una camilla que vuela? -dice, otra vez distraído el Tucu.

-No seas bestia. Una camilla construida para tales fines. Lo bueno es que el tipo, más allá del susto, la sacó barata.

-Hay caídas peores. Yo una vez me vine abajo de la tribuna del San Martín. La de madera, ¿te acordás? Bueno, el día que se vino en banda ahí estaba yo. No pasó nada, me amortiguó el golpe la buzarda del Gordo Pedroza, el tornero.

La anécdota del Tucu, que habla fuerte, como si viviera solo, parece tener atributos hipnóticos. Al rato unos cuantos parroquianos del bar están haciendo un arqueo biográfico de sus respectivas caídas. Uno se cayó de un andamio, otro de un colectivo en marcha, otro del techo de su casa, otro de la caja de un camión, otro de una escalera, lo que parecía agotar la peripecia de venirse abajo o, como decía un viejo relator de boxeo, de perder la vertical, algo que además, si sucede en público sabemos que mueve a risa.

Hasta que un paisano que aparece de vez en cuando por el bar, vestido enteramente de gaucho (faja, bombachas, botas, sombrero, siempre de negro, a tal punto que ya le dicen por lo bajo el Gaucho Negro), y que todo el mundo supone que debe ser un hombre natural de la Pastora, Claraz, Iraola o algún lugar parecido, dice calmo, preciso, sin que se le mueva un músculo de la cara, con la copa de ginebra recién llenada hasta el tope:

-Yo una vez me caí adentro de un aljibe.

Y todo el mundo queda mudo, perplejo; todas las cabezas han rotado al unísono hacia la mesa del Gaucho Negro esperando que, si lo desea, el hombre explique cómo fue que le pasó y cómo sobrevivió a semejante evento.

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