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Ni Yate ni Chocolate, la vida va por acá

Algunas veces me preguntan de dónde salen las historias, los temas, eso que se puede narrar siempre y cuando se viva en estado de escritura, lo cual no es de ninguna manera un momento de gracia ni nada parecido. Es, simplemente, estar atento. Entender que en cada metro de la ciudad hay, agazapada o explícita, una historia.

Puede ser un aguafuerte, como ésta. O un artículo, de los tantos que escribo en mi portal. O una remembranza, una anécdota o lo que fuere.

Para mí, hay un hecho que lo engloba todos los géneros: la historia en sí. O lo que uno ve de eso que es un instante, y que tan bien los saben los fotógrafos y los fotoreporteros.

Hoy venía en el auto por Pinto hacia el centro y pasando 14 de Julio la vi. A la bandera. A la bandera de Boca, flameando, intensa, colgada de un palo, y también vi un hombre. El paisaje era una obra en construcción, con el contenedor indisimulable. Vi, entonces, la foto. Como encontrar un lugar para estacionar está más cerca de un milagro, tuve que dar la vuelta manzana, por lo tanto cuando me reencontré con la bandera tenía la perspectiva distinta, del lado opuesto a la mano de Pinto. Y ya no había un hombre, en ese exacto momento, sino dos. Uno, el que había visto primero, ahora estaba agachado trabajando con una herramienta en el piso. Se lo observa, en la foto que acompaña esta nota, de gorra casi perdido a la izquierda de la imagen. Pero en el momento que saqué la foto con el celular apareció un segundo personaje de la escena. Un albañil, joven, vestido con la camiseta de River.

Entonces la historia se totalizó, por decirlo así. Ahí estaban los dos. El de Boca, doblado sobre sí mismo, el que seguramente cuando llegó temprano a la obra, todavía portando la intensa felicidad del triunfo contra Palmeiras, recordó que además del mate y todo lo que lleva habitualmente al trabajo, debía traer la bandera azul y oro. Como Neil cuando bajó en la Luna, el hombre clavó la bandera y empezó a trabajar. Su compañero no le fue en zaga: llegó a la obra vestido con la camiseta millonaria.

¿Había algo más en esa imagen? ¿Había otra cuestión que podía interferir la síntesis de esa escena? Ninguna. Ni siquiera -o mucho menos- la colorida grieta que nos separa a bosteros con gallinas. Solo estaban esos dos hombres trabajando, cada uno con su pasión y también cada uno con su propia historia.

Pero conviene puntualizar lo que no había, lo que no aparece en la imagen porque no está, porque no existe en ese momento donde sólo se observa el pulso vital de dos tipos ganándose la vida.

No estaba el esperpento de la motosierra. No estaba el delincuente rubio y de ojos verdes tomando champaña en un yate, a orillas de Marbella, con sus humildes mujeres. No estaba el chocolatero próspero, hijo dilecto de la corrupción política de la legislatura bonaerense (donde nadie es inocente). No estaba la señora negacionista, socia del engendro de la motosierra, no estaba el cavernícola hijo del exdictador tucumano que comparó a la comunidad homosexual con los sordos, los rengos y los ciegos. No estaba el tandilense leve, el Señor Reposera, perverso como pocos, que después de limar al Pelado porteño se encarga ahora de exterminar a la señora Bulrrich, a quien los avatares de la campaña y sus limitaciones con el lenguaje la hace desvariar por las arenas movedizas del gagaísmo y la brutalidad.

No había nadie. Estaban sólo el señor de Boca y el muchacho de River, albañiles de una obra en construcción sobre calle Pinto, a pasitos de 14 de Julio. Trabajaban en silencio, como si vivieran en un país normal, mientras el dólar en ese instante trepaba a 875 pesos en las cuevas cercanas. Esos hinchas, lo más genuino, cada uno con sus colores, bajo el cielo azul de la primavera.

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