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Réquiem para el bar "Vasito de Soda"

El hombre, flaco, algo pálido y lánguido, cara de buen tipo, dobla por San Martín y camina bajo los naranjos de Yrigoyen con un bidón de aceite de cocina entre los brazos. Es literal: lo compró en Monarca, el bidón le pesa y lo lleva como a upa.

Cuando me ve se frena. Me dice que hace diecinueve años le hice una nota, grupal, en una empresa de la ruta que vende cosechadoras. "Para tu Libro de Oro", me recuerda. Y aclara: hace casi veinte años era empleado; ahora es cuentapropista. Su nuevo rubro parece que todavía lo tiene a mal traer: ha comprado el fondo de comercio de un bar y no tiene el semblante de un tipo feliz. Hacia ese bar o mejor dicho, restobar, se dirige con el botellón de aceite. Le pregunto de qué bar me habla y empezamos a caminar juntos hacia la esquina de Pinto. "Vos lo llamaste Vasito de Soda", dice.

Entonces se corporiza lo que parecía un rumor: que los dueños que crearon "Rana Baris", se presume que hartos del rubro y en franca caída libre, vendieron el bar hace un par de meses, o menos. Lo vendieron, calculo, con buena suerte, es decir antes de tener que bajar la persiana. Quienes tienen muchos años de transitar los bares conocen los primeros signos del ocaso. Lo supe hace casi dos años y lo escribí como para que quedara el testimonio. Era un bar que me gustaba muchísimo, sobre todo por la vista a la plaza. En primavera-verano por el refugio de las mesas de afuera, donde leía o escribía bajo los naranjos. Hace casi dos años tomé un café y lo pedí con un vasito de soda. En la tradición de los gastronómicos de verdad (los que saben del oficio) estas cosas antes no había que pedirlas: cualquier gastronómico tiene claro que el café viene con el vasito de soda, por estrictas razones de sabor. Pedí el vasito de soda, del mismo tamaño que el pocillo, con el resultado insólito: me lo cobraron 50 pesos. Hace, reitero, casi dos años. Y era un cliente de todos los días. Pagué y me juré que no pisaba nunca más el lugar. Cumplí, como corresponde, mientras empecé a ver la semiótica del desastre. Un bar, cuando entra en picada, le exhibe a su clientela y su personal las patéticas señales del destrato.

Lentamente el goteo de la clientela que deserta, en una ciudad donde todavía el boca a boca sigue siendo un veneno fulminante o una recomendación prodigiosa, empezó a poner a "Rana Baris" en el pasado. Con mucha mejor atención en su primera época, el Bar Piaf (hoy Restaurante Vito) no podía competir contra su vecino de enfrente que, por si fuera poco, tenía el café más caro de Tandil. Pero aunque en un vértice parecido -la misma esquina- la ventaja tanto de posicionamiento como de vista (en definitiva la construcción de Baris -ex Video Plaza- se amoldó más a los requisitos de un bar que su vecino de enfrente, el cual antes de ser todos los bares y el restaurante que hoy es, albergó la aséptica sucursal de un banco menor. Cuesta recordar (porque explotó en el 2001) el nombre del banco que estaba allí, salvo para los que perdieron con el corralito.

Beneficiado entonces por su mejor location, su fachada amplísima con vista a la plaza mayor, su envidiable luminosidad y mejor disposición interna, "Rana Baris" ofreció al público la suma metafísica de todas las preguntas durante mucho tiempo: ¿cómo prestando tan mal servicio facturaba lo que facturó?

Esta indagación, hoy, carece de sentido. El final se veía venir incluso antes de que empezaran a cobrar el vasito de soda. Hay una ley irrefutable: la gastronomía no es para cualquiera. Te puede ir bien, es cierto, sabiendo poco o nada del oficio, pero eso está más cerca de la casualidad que del saber empresarial de tu negocio y el conocimiento del territorio. La fortuna que perdieron los empresarios de La Plata que hicieron Frawen's tras la muerte del Bar Ideal, es un ejemplo que se expone como vuelta de tuerca: Frawen's es una franquicia con mucho conocimiento del rubro, pero de cero saber local. No conocían la identidad del cliente local, la ciudad misma, y tampoco les importó esta cuestión que resulta nodal, o aun (o por eso mismo), en el milenio de la globalización.

Si al poco conocimiento de una plaza difícil como Tandil se le agrega el maltrato al cliente, entonces sólo hay que sentarse a esperar que la naturaleza de esa corporeidad elusiva cada vez más volátil y efímera, el cliente del siglo XXI, el cliente del comercio electrónico, el cliente utilitario y exigente que no tiende a crear el apego propio del siglo pasado, con los lugares y las cosas (y con la gente), sentarse a esperar, decía, que ese cliente haga su trabajo. Cuando el cliente se va de un lugar con una mueca torcida en la cara, hay muy pocas probabilidades de que regrese.

El hombre con el que camino bajo los naranjos de Yrigoyen, en un domingo apacible y colmado de turistas, se llama Damián. Después de veinte años de empleado, compró el fondo de comercio de una rana vacía y muy desmejorada. "Encontré el lugar muy venido abajo, en todo sentido, y con poquísimo movimiento. Dentro de poco cierro, hago reformas, le cambio el nombre y arranco de nuevo, pero antes venite a tomar un café. Te invito y no te cobro el vasito de soda", me dice.

Le agradezco el convite y deseo de corazón que le vaya bien. Le digo lo obvio: que hoy en Tandil la gastronomía es la "Santa María" de las carabelas del turismo, la nave insignia de esta industria sin techo, que no hay forma, haciendo las cosas bien, que te vaya mal. Lo veo entrar con el bidón de aceite a lo que queda de Rana Baris. No tengo idea cuánta plata puso para comprar ese fondo desolado de una esquina muy pintoresca y arruinada casi que a propósito. Que le vaya bien a Damián, a quien conocí hace diecinueve años cuando él vendía cosechadoras al borde de la ruta 226 y yo andaba haciendo uno de esos libros con los que me gano la vida. Pienso lo de siempre: a los lugares quemados hay que reinventarlos, hacerlos de nuevo, darles una mística y una historia. Como dice la canción, a pesar de las caídas, hay que volver a empezar.

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