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¿Cuál será el momento exacto o el más aproximado? ¿Qué día uno, tal vez con soterrada resignación, se encuentra con que ya no es ni nunca más será un niño?
Ese día no está previsto en la existencia. No es, por ejemplo, como la vejez. Uno al viejo que lleva adentro, si pasó los cincuenta, los sesenta, lo empieza a ver llegar, más o menos lento, más o menos ineluctable, pero viene. Están todos los síntomas dados, toda la penosa víspera que contiene la vejez.
Pero lo que se dice un día preciso, concreto, exacto como la tormenta de Santa Rosa, o como el día que te casaste, en fin, esas fechas que por su concluyente dimensión resultan inolvidables, ese día no existe.
Porque, vaya paradoja, no hay día más truculento y terrible en la vida que el día que uno deja de ser un niño. Y sin embargo no lo podemos registrar con total exactitud. Hay ciertas especificidades, ciertos detalles.
Algunas pistas que daban cuenta del final de la felicidad. Las zapatillas, las mismos zapatos de siempre, tras la noche de Navidad. Las zapatillas vacías, la secreta y triste resignación de que el gordinflón en trineo no volvería a pasar. De que él también era una mentira, acaso la primera y más decepcionante de todas.
Hay quienes sostienen que ese día se verifica por la dinámica del consumo familiar: no hay más regalo para el niño de la casa que ya no lo es. Pero, ¿quién lo determina? ¿Cuándo y por qué contundentes razones el padre y la madre, lateral o bilateralmente, acuerdan que ese niño que tanto quieren ha dado un salto inmodificable en el tiempo? ¿Y cómo pueden vivirlo así, tan livianamente, tan como si tal cosa, con lo que semejante metamorfosis contiene?
Se me podrá decir que exagero, o que no comprendo los ciclos de la naturaleza y la natural aceptación con que debemos tomarlos. Minga. Soy padre y ese día, el día que mi hijo dejó de ser un niño, no fue un día más. Que la juguetería se mude a la Luna no es lindo para nadie, ni para los hijos y tampoco para los padres.
Otras señales: el atuendo, la vestimenta. Para los que venimos de la civilización perdida, el siglo XX, ese día contemplaba el adiós al más fenomenal de los inventos en cuanto a ropa se refiere: los pantalones cortos. Sinónimo y tautología del juego mismo, el pantalón cortito siguió representando la alegoría de la infancia en el más grande deporte que se inventó: el fútbol. Y en muchos otros deportes también.
Es cierto que ese día, para compensar, contuvo ciertas liberaciones: ya ninguna madre nos iba a disfrazar para llevarnos al Corso de Flores. Y también otra ventaja colateral: al empezar a tomar una dimensión física mayor, el bullyng en la escuela podía sino evitarse del todo, al menos limitarlo.
Todo esto viene a cuento porque ayer fue el Día del Niño (no "de las infancias", esa sofisticación pedorra de la fraseología del idioma con que cierto progresismo snob creía que estaba bajando de Sierra Maestra para hacer la revolución del lenguaje inclusivo mientras el Esperpento Milei, que alguna vez fue niño, empezaba a comérselos crudos), y vi a miles de chicos festejando su día en el rojinegro Duggan Martignoni, ese club que para tantos de nosotros representa la infancia misma.
A Louise Glück, Nobel de literatura, ya la cite dos veces en estos escritos y lo haré una vez más porque lo dijo con esa austera belleza, como sólo una poeta podía decirlo: «Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria». Lo escribió a los 77 años, es decir con la infancia muy lejos.
Una sola vez miramos el mundo, incluso -ahora lo tenemos claro- cuando le echamos el último vistazo, sin saberlo, a la infancia. Cada uno tendrá su día, el día que admitió ya no era un niño. El mío está ahí, paradito sobre la piedra, la frente contra la pared, la boca contando hasta cincuenta, los brazos levantados, escurriendo la cabeza entre las manos, esperando que mis amigos busquen el mejor escondite que puedan. En segundos empezaré a buscarlos y poco tiempo después todo será memoria.
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