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Estaba en su posición casi habitual, de rodillas, ajustando las tuercas de una rueda, después de emparcharla, con la llave cruz en el último envión cuando me vio. Como ahora en la esquina de Rivadavia y Mitre han puesto un semáforo, a la costumbre de saludarlo, porque soy su cliente, a veces se le suma la charla breve y ocasional hasta que abre el verde y sigo camino.
Estaba, Manuel, ya levantándose del piso, ya erguido sobre sí mismo, la rueda cambiada, la clienta a punto de pagarle, ese mismo lunes por la mañana, o sea en la antevíspera, cuando me vio llegar por Mitre y algo así como una redonda sonrisa, esa sonrisa que le conozco de años, que es una mezcla de alegría y venganza, le atravesó la boca. Luego dijo:
-Viste qué susto se pegaron, ¿no?
Recién ahí empecé a entender lo de Milei. Porque Manuel, el gomero, es un mileista empírico. Es decir, primero es un antikirchnerista profundo: cualquiera que lo trate sabe de su posición política, la cual viene precedida, tal vez, por su historia de vida. Manuel es un trabajador muy al estilo de esos miles de tipos que el domingo votaron a Milei: viene de abajo, depende completamente de sí mismo, abomina de los planes sociales y siente que el Estado es más un enemigo que alguien dispuesto a facilitarle las cosas.
Hace algo así como un año conté algo que le pasó. Compró una camioneta Amarok cero kilómetro. La mitad, o más de la mitad de lo que le salió tenía que seguir pagándola en cuotas. La inflación y lo que firmó con la concesionaria le llevó la cuota, mes a mes, a las nubes. Y se le empezó a convertir en una pesadilla, a tener que trabajar literalmente para la cuota de la camioneta. Hasta que una noche reunió a la familia, su mujer, su hijo, que ahora trabaja también con él, y tomaron la decisión de devolverla. Supe, por la forma con que me lo dijo, que le dolían las tripas el tener que desprenderse de la Amarok, pero que también, tal como me lo dijo, prefería volver a dormir tranquilo. Pero no se vuelve muy fácil de semejante disgusto. Manuel, como tantos otros trabajadores que no tienen sindicato, ni obra social, ni aguinaldo, ni vacaciones pagas, está enojado. "¿Por qué un gomero no puede tener una Amarok?", me preguntó el día que me contó aquella historia.
Ese enojo que cataliza un personaje como Milei, por sus formas autoritarias, su discurso intransigente e iracundo, su entonación patotera, su total falta de límite, es visceral, es decir que Manuel no sé hasta dónde sintoniza con el dogma liberal que profesa el economista iconoclasta, que ahora, en su momento de mayor esplendor, se pasea por la televisión empuñando la motosierra contra la "casta", contra el Estado, contra la clase política para que se "vayan todos y no quede ni uno solo". Esa bronca que hasta el domingo era invisible e inasible tal vez se parezca bastante al "subsuelo de la patria sublevada" de la que habló Scalabrini Ortíz, en 1945, cuando debió describir al peronismo que nadie vio llegar. Salvando las distancias, más un de politólogo, ahora, está especulando con esta cuestión.
¿Dónde estaban los miles de Mileis que no los vimos? Esta es la pregunta desde el domingo a la noche que se viene haciendo el gobierno y la oposición, y los sociólogos y los encuestadores y sus focus group? Muy sencillo: estaban en la gomería de Manuel. El cadete del motomandado, la cajera del chino del barrio, los vendedores a domicilio, la changa de hoy y el mañana de quién sabe y, para decirlo sin ánimos reduccionista, un sector amplio, transversal, harto de la grieta infame, tan harto que decidieron romperla polarizando por el discurso que la confronta: la antipolítica en estado puro, con la juventud como mascarón de proa de la rebeldía, sí, una rebeldía de derecha, aunque parezca un oxímoron. Estos votantes estaban, por así decirlo, a la vista de todos nosotros. Sobre todo, de los que detestamos a Milei porque vemos en él la más completa antítesis de nuestras ideas, un filonazi performático, violento y patético. Pero claro, se puede detestar al personaje; lo que no se puede hacer es escindirlo de su narrativa y contexto: hay que ser pobre y estar realmente en la lona -en un país donde todos vamos hacia allí, en un país cada vez más empobrecido-, para entender de donde salieron esos votos. También hay que tener muy en cuenta el hastío binario de una grieta de veinte años que funcionó como gran negocio de unos pocos. Bueno, todo eso junto dio como resultado el esperpento Milei.
Manuel, el gomero de El Viejo Matías, es uno de los que más podrido está. Harto de todos, pero sobre todo de la impostura kirchnerista, con su presidente decorativo y su vicepresidenta muda, como corporación del clientelismo que además de repartir luminarias por los clubes de nuestra ciudad en plena campaña, utilizar las instituciones del Estado como bunker político (el Centro Cultural Universitario para la apertura de campaña, el Campus como recinto para un foro de políticas públicas) y exhibir obscenamente los millones de pauta que pusieron en los medios, cooptándolos hasta la náusea, y el despliegue de costosísimas gigantografías en tantas esquinas de la ciudad, todavía siguen creyendo que en Tandil los medios de comunicación ganan elecciones. No sólo no las ganan: más de una vez las pierden.
Para entender lo que pasó el domingo hay que hacer un ejercicio de imaginación, que por otra parte no estaría tan alejado de la realidad: pensar como piensa un pobre. No sé dónde leí en estos días qué cosas sueñan los pobres. Sueñan que comen. A mi padre le pasaba eso. Milei será nuestra pesadilla y habrá que ver cómo se lo enfrenta. Es probable que llegue a la presidencia, tal como llegaron Trump y Bolsonaro. Pero no nacieron de un repollo social. Y ahora, con la economía desatada por la devaluación, los precios sin freno y el dólar desbocado, ya (casi) que es demasiado tarde para lágrimas.
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