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Los días más felices

Se acerca y me dice así, derecho, de un tirón: "Leí ese posteo de la casita que se compró su amigo Pepo. Dígame si hay algún momento más emocionante en la vida". Y se me queda mirando, menos interesado en mi respuesta, supongo, que en su propia cavilación.

Le digo que sí y que no. Pero que seguramente ese momento, el momento en que uno pone por fin un pie en tierra firme tras años y años que suman añares de andar a la deriva, en el mar abierto de la incertidumbre, remando entre contratos, garantías, mudanzas, aumentos, tanto dinero tirado alegremente en inmobiliarias y propietarios que ya forman parte de la antología de las humillaciones, uno, después de ese viaje penoso e interminable, por fin, un día tal vez inesperado, da el primer paso, el paso de Neil en la Luna, mete la llave en la cerradura y abre la puerta de su casa, no importa si es una casita o el Palacio de Buckingham, su casa, suya y para siempre, allí donde uno -piensa fatal pero felizmente- vivirá hasta morir, su casa, su techo, su patio, y sí, ese instante queda para siempre entre los cuatro o cinco acontecimientos que construyen sentido al sinsentido de la existencia.

-Entonces no se haga el sota, ¿sí o no? -me dice, inquisitivo, el lector.

-Hay otros momentos sin duda muy emotivos en la vida de una persona -le digo.

-Ya sé con lo que me va a salir: los hijos.

-Por supuesto. Ese es el momento supremo: el día que nacen nuestros hijos. ¿O no?

-Podría imaginarlo, pero no tengo hijos, así que sigamos con la lista de los días más felices.

-¿Los míos? ¿A quién le importa cuáles han sido mis días más felices? -protesto.

El tipo se ríe.

-No hablo de usted, escribidor. Hablo de nosotros, de nuestra generación.

Me da pudor que el lector todavía esté de pie frente a la mesa. Así que lo invito a sentarse. En una de ésas tiene una buena historia que me salve el día. Con casos así he tenido suerte. Una vez en el bar La Vereda se sentó un tipo y me contó su historia. A los quince días con esa historia escribí el "Monólogo del cornudo.com", una obrita de teatro que rozó las cien funciones y que me dio una pequeñísima fortuna con los derechos de autor, tanto como para empezar a dejar atrás, junto con los libros que vinieron, la maldición de ser inquilino.

-¿Y entonces? -me apura.

-Ponga también sus días felices sobre la mesa.

-Está bien. ¡Envido! -me desafía como si estuviéramos enfrascados en un truco imposible.

-Quiero -le digo y juego mi primera carta-: El día que mi hijo se recibió de abogado.

-Está bien. No puedo contra eso, ya le dije que no dejaré descendencia.

Ahora le tocar jugar a él: pone sobre la mesa el día que compró su primer auto. Dice que era un Fitito, de color blanco, de segunda mano pero impecable.

-¡Truco! -le canto. No tengo nada, pero guardo la esperanza de que se vaya al mazo.

-¡Quiero retruco! -dice con énfasis, como si tuviera en su memoria el macho de espada y el de basto.

Sé que no le voy a ganar, así que arrojo sin mucha convicción el tercer día más feliz de mi vida.

-Quiero. Mi primer libro. Lo veo a la distancia y ya no me gusta lo que escribí, pero fue una noche hermosa. Lo presenté en la casa de antigüedades de Mirta Macaya y estábamos todos: mi madre, mi padre, mis amigos. Todos vivos, una genuina felicidad. Y yo, además, era joven.

-¡Quiero vale cuatro! -grita el lector, al que no lo ha conmovido en absoluto aquella noche en lo de Mirta. Acepto y realmente no sé con qué felicidad me saldrá el tipo ahora que ya he puesto toda la carne en el asador.

-El día más feliz de mi vida fue el 17 de agosto de 1997. Viajé a Italia, a Calabria y de ahí a un pueblito que parecía caído del mapa: Amantea. Llegué preguntando, no había GPS en esa época. Y cuando bajé del auto y dije mi apellido al primer vecino que se me cruzó, supe que estaba cerca, muy cerca...

-¿De dónde?

-De la casa de mis abuelos que no conocí, de piedra, un rancho paupérrimo, la casa donde había nacido mi padre, la casa donde para mí había empezado todo. El carácter de mi viejo, hosco, blindado, como de hierro, su infancia de miseria, su hambre perpetuo. Y ahí entendí todo. Está claro que lloré, no sé si de felicidad o de tristeza, tal vez las dos cosas juntas. Entonces me acordé de la casa que se compró su amigo Pepo. Es algo así como encontrar tu lugar en el mundo ¿no? -dice el lector y se me queda mirando. Sabe o intuye que no podré ganarle a su recuerdo.

-Son buenas -le digo y llamo a la moza para pagar el café.

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