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Memorias de la Payana

Uno de los clásicos juegos de la infancia local probablemente esté ligado a lo que habría de distinguir industrialmente a nuestra ciudad a partir de las primeras décadas del siglo veinte: el empedrado. Pues se estima que la payana originalmente se jugaba con bolas de granito, aunque según el relato de la tradición oral fue traida a Tandil por un toba que un día se tomó el tren equivocado y bajó en la estación del ferrocarril sin tener la más remota idea del pueblo al que acababa de llegar.

Temeroso de a dónde ir ni qué hacer, entretuvo sus primeras mañanas merodeando la Estación sin atreverse a cruzar la vía en ningún sentido: ni hacia la recién fundada Villa Italia, ni en dirección al centro de la ciudad. En un vagón del ferrocarril, pues, el aborigen se hizo amigo de un linyera llamado Manuel, a quien le habría de enseñar los secretos del juego.

Se conjetura que los primeros vecinos que descubrieron al linye y al indio abarajando piedras sobre el andén, debieron tomarlos por insanos. Nadie podía imaginar como el óleo de una composición cuerda a dos tipos tirados en el piso y bartoleando piedras por el aire.

Lo cierto es que así habría llegado el juego de la payana a nuestro lugar en el mundo. Sabemos que en sus inicios el juego se llamó "kapichua". Los tobas y wichís lo jugaban con carozos o semillas y era en realidad una excusa lúdica que les servía para aprender a contar. En ese sentido, la payana fue a los chicos tobas lo que el Contador fue a los niños tandilenses en el Jardín de Infantes. Su época de oro, sin duda, abreva entre los años cincuenta hasta los noventa, década en que el juego comienza a ser considerado como una verdadera extravagancia y entra en período de extinción.

Como no podía ser de otra manera, se cuenta que el indio toba de inmediato se ganó el apodo cantado: Payana. El Toba Payana. Fue claramente una operación de despojo de su identidad, aunque a favor de los vecinos hay que decir que el toba no era lo que se llama un ser extremadamente comunicativo. Y la fuerza del apodo, como suele ocurrir, hizo el resto. De tal modo que el Toba Payana junto al linyera Manuel se convirtieron en los involuntarios transmisores de un saber no sólo antiquísimo, sino que tenía además distintas versiones entre los árabes en África y las zonas de Al-Andalus de España.

Los que lo conocieron dicen que una sola vez Payana perdió la compostura y se salió de sí mismo, ante el alborozo del encuentro con su propio origen, cuando en una tertulia en el Club Ferro escuchó cantar a la folclorista Ildefonsa Pérez, que imitaba burdamente a Mercedes Sosa, la canción "Antiguo dueño de las flechas", un himno de los tobas originarios. Tiempo después, Payana se marchó como había venido: en silencio y por la noche. La payana pasó de las originales piedras de granito -el empedrado proveniente de las canteras- a las bolas de mármol, que resultaron mucho más atractivas para los jugadores.

No es necesario recordar cómo era el juego, aunque ya nadie de aquellos entusiastas vecinos aún lo practique. Algunas fuentes sostienen que en Villa Italia hubo un ser imbatible, también llamado el Tigre de la Payana. Las más difíciles de las fases del juego -la del tres y la del cinco- eran su especialidad, a instancia de las dos manazas que tenía el Gordo Adalberto Esprovieri, fletero de oficio, que se había hecho famoso porque los zapateros en Tandil no tenían mercadería para el número 49 que calzaba en cada pie. Dicen que en el Taller de Zapatería Gallardo, que estaba en Colón 931, se le confeccionaban los timbos a medida. El tamaño de sus manos guardaba la misma proyección. Una leyenda nunca desmentida asegura que en 1965, sobre el mostrador de la Carnicería Ochoa, el Gordo Esprovieri hizo "la del cinco" con cinco chorizos que volaron de la palma al dorso y volvieron a caer mansitos sobre su palma sin que ninguno se le fuera al piso, en medio de la ovación de todos los parroquianos que se habían dado cita para ver tamaño prodigio. Tenía una extraña habilidad si lo comparamos con su desmesurado volumen. Y aunque la historiografía no guarde documentación sobre el tema, aseguran que el fletero fue campeón de payana entre los expertos jugadores de la Avenida Colón, Villa Aguirre, Villa Laza y el Barrio de Las Ranas durante catorce años, hasta que en una mudanza el piano de una clienta le aplastó la mano derecha, quebrándole tres falanges, lesión que lo retiró de la práctica activa del juego que lo había hecho célebre.

Actualmente, no se ha visto a nadie, al menos en público, jugando a la payana. En algún momento ese modesto arte que combinaba el buen pulso, la sincronía y la belleza con una sola mano se haya perdido para siempre como tantas otras cuestiones que el tiempo se llevó.

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