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La amistad en esos días

La amistad era eso en aquel tiempo, una relación natural, innombrada, entre las personas. Uno no andaba alardeando con la amistad. Ni uno ni ninguno de nosotros, los amigos. Ni siquiera había en el almanaque un día, como el de hoy, para celebrarla, para salir a cenar, para llamar a un amigo y felicitarlo por el día, en fin, nada de eso, entonces, existía.

Lo que sí había eran amigos. No sé si muchos o pocos porque eso también era una clave de época: uno no andaba contando a sus amigos. No existía, para decirlo así, con una frase coloquial, muy propia de la amistad después de los cincuenta, esa cosa de que "me sobran los dedos de una mano para contar a mis amigos". No, de ninguna manera. No es que siguiendo el inverosímil millón del tema que cantaba Roberto Carlos uno tuviera un amigo en cada esquina, en cada barrio, en cada bar, en cada boliche, en cada escuela. No. Pero sí había una certeza entre nosotros: los amigos no se contaban. Eran los que eran. Y además, creíamos en la noble perennidad de las cosas por ausencia de eso que podríamos llamar futuro. Del mismo modo que éramos tan jóvenes como para no tener pasado, exactamente igual ocurría con el futuro. El porvenir estaba lejos, lejísimo, tan lejos como la muerte. Entonces ese para toda la vida de las cosas -de la heladera, del matrimonio, de los discos, de los familiares- no se planteaba en absoluto. Porque lo absoluto, por decirlo así, era el presente.

Entonces la amistad era una cuestión que transcurría en presente, en continuado, como la matiné del cine. Que no se celebraba porque no había por qué celebrarla, si la cosa más común y corriente, para todos nosotros, los pibes de ese tiempo, era tener amigos. Era imposible concebir el pensamiento de una vida sin amigos. Por lo tanto, la amistad era como el barrio, como la madre, como la pelota, como el rastro de tiza que te quedaba entre los dedos después de pasar al pizarrón, como el patio de la escuela, la amistad era parte constitutiva de nuestras vidas.

Otra cosa importante, si uno rastrea en su memoria, es que muy bien uno no sabía cómo llegaba un amigo a nuestra vida. Tal vez era la vida que se vivía entonces, la infancia de esos días, donde el día tenía tres etapas: la casa, la escuela, la calle. O cuatro si sumamos el club, que era como una extensión del barrio. Entonces era más fácil: la calle, el club y hasta la escuela (si descontamos las horas eternas del tiempo petrificado en el aula) eran la amistad misma pero en movimiento. Porque la amistad era ante todo el acto de jugar con los otros. Había decenas de juegos que no voy a nombrar ahora para no escribir obviedades, pero todos y cada uno de ellos resultaban una consecuencia natural de la amistad.

Por eso era muy raro que alguien no tuviera un amigo, un solo amigo, ni uno. Muy raro, por no decir imposible. Con el tiempo, con los años, por ahí la amistad tendía hacia otras cuestiones más subjetivas y sentimentales, como la confidencia, las charlas hasta el amanecer, las ideas que nos íbamos haciendo del mundo y todo lo que sabemos. Ahí ya empezaba otra historia y cada uno sabrá cómo le fue con eso, si los amigos de la infancia son los que resultaron amigos para siempre, en lo fáctico, o en la eternidad del recuerdo. O si simplemente fueron amigos de un momento propicio para la amistad. Un momento, la infancia, que se pasa volando precisamente no por la función de la biología en sí, sino porque uno carecía del conocimiento del tiempo sobre nosotros. Porque el tiempo tiene esas cosas: a veces blinda una amistad y en otras ocasiones la desgasta, la esmerila, la va desconociendo a medida que uno desconoce qué le pasó al otro, a nuestro amigo, y viceversa. Eso que se llama madurez, un elegante eufemismo que demanda de nuevos amigos, de gente que llegue a la vida de uno con ciertos considerandos más o menos obvios: por ejemplo pensar políticamente lo mismo o lo aproximado posible. Por ejemplo, tener algunas cuantas cosas básicas en común.

Sea como fuere, si algo añoro de la amistad es precisamente aquel tiempo donde uno no tenía ni que nombrarla, y mucho menos, muchísimo menos, dedicarle un día como el de hoy, 20 de julio, el día que Neil pisó la Luna y el mundo entero y sobre todo los que éramos más chicos lo miramos saltar como un muñeco sobre la remota esfera pálida enmarcado en el televisor blanco y negro comprado en Robisco, Neil, que fue el primero en llegar y tal vez en ese instante ni se imaginó que alguien muchos años después, en su nombre o por su hazaña, iba a declarar ese día de invierno como el día del amigo, para que la gente se reúna, celebre, brinde, salga a comer afuera y festeje sin darle demasiada importancia a eso que Borges dijo hace ya algunos años: que era más noble la amistad que el amor porque uno podía cumplir los rituales de la amistad prescindiendo de la compañía cotidiana del amigo.

No sé si eso es tan así. Durante algo así como veinte años o un poco más tomé café todos los días y en ocasiones dos veces por día con mis amigos, un par de amigos que al partir me dejaron una sospecha con visos de certeza: los verdaderos amigos son los que vienen del pasado, los que han compartido con nosotros los días más felices y las noches más agrias, las confesiones más inconfesables y las decepciones y las derrotas y el más grande acto que un amigo puede hacer por otro: no juzgar nunca su proceder, ni siquiera cuando lo creemos equivocado.

Los amigos no juzgan. Están en nuestras vidas como un don, el de la coincidencia, el del afecto compartido, en un mundo donde lo que sobra son desencuentros, rencores, defraudaciones y tantas otras calamidades más.

Como decía Dipi Di Paola cuando desde el estrado presentaba un libro y nadie le acercaba una copa para el brindis, Dipi entonces levantaba la vista al público, que eran sus amigos, los jóvenes y los viejos amigos de siempre, y soltaba con lenta convicción, deseando cuanto antes clavarse un vaso de whisky: "Levanto la copa del alma y brindo por ustedes". Salud, muchachos y muchachas. Y carpe diem.

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