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El Gordini y la vida

Desde que arranqué con la Saga 200 AÑOS (la apertura de mi archivo digital de fotografías en cuenta regresiva hacia el bicentenario), los lectores no dejan de enviarme fotos, o me invitan a sus casas, y ahí, con gente que prácticamente no conozco, de la hondura de cajas viejas, de sobres olvidados, vuelve a la vida el Pasado.

Esta aseveración implica una conclusión algo obvia: no podemos pensar que el pasado estaba muerto, aunque dos líneas más arriba uno haya escrito ese retorno a la vida. Tal vez hay una instancia intermedia entre lo que se fue y lo que hay: un paréntesis llamado Olvido.

De golpe, ante la magnitud del acontecimiento (los doscientos años) se activan los reflejos de nuestra especie y su lugar en el mundo, el sensor del Tiempo. Hay un Tiempo que de alguna manera nos perteneció, o nos perteneció a medias. Y otro Tiempo que nunca fue nuestro.

Por el testimonio de Susana Lucrecia Prado Freire, ese Gordini que acaba de subir hacia el Parque Independencia es el primer auto que tuvo su padre, Jorge Prado, un hombre que será mayormente conocido en el universo de los automóviles porque se habría de dedicar a eso, a venderlos a través de la concesionaria homónima. En la imagen lo acompaña su amigo, Mitre Rinaldi.

Ahora bien, si uno hoy mira la fotografía -justo en ese lugar, en plena polémica por el mástil- podemos sentir una obviedad esencial: que el fluir de la vida es efímero, potente y vital. Que lo intenso es amigo de lo verdadero. Y que hay escenas que no habrán de repetirse jamás. El Gordini luce radiante y ahí está el hombre, feliz, como un andinista que terminó de trepar el Aconcagua. Ha subido al mirador más alto de la ciudad, podemos todavía sentir el eco del motor del coche vibrando en la trepada, lanzado a conquistar la cima desde donde, al fondo del valle, aparece nuestro pueblito.

Prado, en suma, ha tocado el cielo con las manos. Luego en su vida vendrán otros autos para él, tal vez mejores, más potentes, más modernos. Pero nadie le va a quitar ese momento. Es joven y ha conseguido comprar su primer coche. Pasó de la moto Siambretta al Renault Gordini y esa primavera de 1963 -estación que adivinamos por la ropa de los protagonistas de la foto- él tiene, como suele decirse, toda la vida por delante. Ahora bien, si nos detenemos un poco más detalladamente en la imagen, vemos que ni Prado ni Rinaldi miran a la cámara. Tienen la vista en otra cosa. Es decir que no están posando para el fotógrafo. Están de pie, a metros del Castillo Morisco, en una cercanía casi íntima con el auto, pero sus ojos registran otra escena. Por lo tanto, es un misterio lo que están observando mientras el fotógrafo (o tal vez un tercero que iba en el coche) apretó el obturador y dejó la foto para la historia. Es decir, para el ahora en que yo escribo esta nota y usted la lee, algo así como cincuenta años después.

A los fines narrativos, al autor le quedaría bien que estuvieran mirando la ciudad, el vasto espacio del paisaje que se abría, en ese momento, ante ellos: un pueblo a escala de sus pretensiones. Chico, austero, sin altisonancias. Bajo un cielo diáfano, entre sierras vírgenes y árboles que iban creciendo de a poco, sin apuro, como uno imagina el registro de esa vida cotidiana durante la década del sesenta en Tandil.

Pero no. Ni Prado ni Rinaldi están mirando hacia el interior del valle. Es ostensible que observan algo que no aparece en la imagen: el caballo de Rodríguez, algún turista, alguna mujer, un auto lanzándose por la pendiente, tal vez recordando la hazaña de "El Leche", el piloto vocacional que ganó una apuesta bajando el Parque con su Peugeot 404 en punto muerto, con el motor apagado y sin tocar el freno, al poder doblar gloriosamente la cerradísima curva a la izquierda que tras la bajada del Morisco conduce a la Portada.

Tiendo a creer que Prado y su amigo están mirando el Tiempo. Eso que observa un andinista cuando inicia el descenso, porque en el descenso está lo más difícil de la expedición. De esa materia -del Tiempo- estamos hechos. Del tiempo que se fue, del tiempo que nos queda, del tiempo que creíamos muerto y enterrado hasta que un día apareció una fotografía y luego otra, y otra, y detrás de esas fotos en blanco y negro volvió a relumbrar la vida, el sentido de la vida, la juventud perdida y la que debemos reinventar a cada instante para no envejecer con su ausencia. El Pasado está vivo, más vivo que nunca, y cada foto que comparto en la saga hacia el bicentenario es pulsión de vida que tras una larga siesta de olvido se ha puesto en marcha otra vez.

Fotografía: Susana Lucrecia Prado Freire

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